The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 28

LABORES EN OBERLIN, MICHIGAN, Etc.

En el otoño siguiente, que fue el de 1845, se me invitó encarecidamente a visitar el lugar de mi nacimiento espiritual y de mis primeras labores como evangelista. Esta era una invitación que se me hacía constantemente y finalmente me convencí de ir. Cuando llegó el tiempo de mi partida empaqué mi baúl y me preparé para salir a la mañana siguiente. Me retiré a la cama temprano y antes de que llegara mi esposa a la habitación me quedé dormido. No mucho tiempo después me levantó la tos de mi mujer. Abrí los ojos y me encontré con que estaba tosiendo sangre de la forma más terrible. Ella se había acostado mientras yo dormía y no sé si un leve tosido provocó el sangrado o la sangre produjo la tos. Como quiera que haya sido, el caso es que la escena era terrorífica. La sangre se le precipitaba por la boca con tanta rapidez que casi le ahogaba. Era como si apenas y con gran dificultad lograba aclarar sus pulmones de esta sangre con la rapidez suficiente para no quedar estrangulada. Me dio la impresión de que se desangraría y moriría en poco tiempo. La tomé en mis brazos y sostuve su cabeza sobre la bañera. Traté de calmarla lo mejor que pude sin alarmar a los miembros de la familia. Realmente ella no se veía asustada. Su alma reposaba en una confianza implícita en Dios que le impedía agitarse demasiado. Sabía que provenía de una familia en donde la tisis era común y que tenía una fuerte tendencia a la enfermedad, por lo que probablemente no le sorprendió mucho lo que le estaba ocurriendo. Por algunos momentos parecía que iba a morir allí, en mis brazos, sin embargo, el sangrado empezó a ceder y finalmente cesó por completo. Después de enjuagar su boca y su garganta con agua fría, y de limpiar la sangre en su cuerpo lo mejor que pude, coloqué a esa preciosa mujer en la cama y me acosté junto a ella para observar su respiración, su pulso y la aparición de cualquier otro síntoma. Empezó a quedarse cada vez más tranquila, hasta que finalmente se durmió. Se recuperó de aquel episodio y sus pulmones no volvieron a sangrar, pero después de dos años de luchar contra la tisis, murió.

Aquel sangrado terrible hizo necesario que me quedara en casa y tomara cuidado de ella, por lo que renuncié también a la idea de partir al extranjero aquel invierno. Me entregué a su cuidado y a predicar y laborar por un avivamiento de la religión en casa. Tuvimos un estado de cosas muy interesante durante todo aquel invierno; sin embargo, como eso era algo común en Oberlin, poco se habló acerca de que se tratara de un avivamiento. De hecho, durante muchos años ha sido el caso que nuestras reuniones para interesados son grandes en concurrencia, que muchos se convierten cada semana y que se añade gente a la iglesia en cada comunión en grupos de diez, treinta o cincuenta, y aún con esto poco se habla de que estas cosas sean extraordinarias.

No dejé el hogar para hacer labor particular de evangelista sino hasta el siguiente invierno. En aquel invierno que vino a continuación se me insistió mucho para que fuera a Detroit. Acudí a esa ciudad para ayudar al hermano Hammond, quien era pastor de una iglesia Congregacionalista. Para aquel entonces, las iglesias de Detroit, y de hecho, del estado, eran en su mayoría presbiteranas y se oponían a las congregacionalistas. El doctor Duffield, quien era pastor de la Primera Iglesia Presbiterana de Detroit era un presbiterano persistente al que no parecía agradarle mi estadía en la ciudad. Su influencia era muy grande en medio de la gente importante de la ciudad y de hecho, gozaba de mucha influencia en todo Detroit. De cualquier modo, tuvimos una obra preciosa. Ocurrieron algunos casos de impactante conversión, pero solo me quedé por poco tiempo. Era muy difícil asegurar buenos sentimientos entre los congregacionalistas y los persistentes presbiteranos, lo cual era esencial para la promoción de un avivamiento general. De hecho, era verdaderamente imposible. Los congregacionalistas eran considerados intrusos, por lo que me resultó imposible lograr la unión de esfuerzos y sentimientos en aquel momento en aquella ciudad. El doctor Duffield, en cuanto a teología, profesaba pertenecer a la Nueva Escuela, y por esta razón había sido acusado y juzgado en Pennsylvania. Mas, después de todo, su filosofía había mistificado tanto su mente que le encontraba muchas excepciones a la forma en la que yo presentaba la verdad. Se opuso fuertemente a mi predicación, y sin lugar a dudas su gran influencia permeó la obra de aquel invierno. Antes de partir Dios me guio a orar por la situación de tal manera que me sentí completamente confiado de que él cambiaría las perspectivas del doctor Duffield, o de alguna manera abatiría su influencia grandemente en la ciudad y en el estado. Vi claramente que los esfuerzos en pro del avivamiento no serían interrumpidos en Detroit y que el doctor Duffield sería obligado a tomar un curso distinto, que el camino quedaría despejado delante de los esfuerzos a favor del avivamiento y del libre desarrollo del congregacionalismo en aquella región. En su propio lugar tendré oportunidad para hablar de lo que resultó de esta situación.

Antes de cerrar mi narrativa acerca de lo ocurrido en Detroit, debo relatar un hecho muy interesante. Para aquel tiempo había en la ciudad un mercader muy rico e influyente de apellido Chandler, quien era además profesor de religión. Su esposa, una dama de Nueva York muy cultivada y de gran belleza personal, era sin embargo, impenitente. También había un abogado prominente de apellido Joy, quien al presente y de estar aún con vida, tendría su domicilio en Chicago. Este señor Chandler de quien hablo ha sido miembro del Senado de los Estados Unidos por muchos años. La señora Joy, la esposa del abogado, era una mujer muy refinada de Nueva Inglaterra y su padre, en su época, había sido uno de los principales ciudadanos de Massachusetts, si no me equivoco. La señora Joy estaba muy ansiosa por su alma, y asistía a las reuniones para interesados. Después de una lucha mental muy severa se mostró poderosamente convertida. Ella y la señora Chandler eran amigas íntimas, por lo que empezó a preocuparse mucho por la salvación de ella.

Una noche prediqué en base al texto: "Ruego que me excuses". A la mañana siguiente el señor Chandler fue a buscarme para decirme que su esposa había caído en una poderosa convicción por causa de aquel sermón, y que había pasado la noche muy inquieta. Él deseaba que fuera a verla y me dijo que si yo pasaba directamente por su casa, él se iría a su negocio, en donde tenía una habitación, y oraría por la conversión de su esposa. Salí enseguida y cuando toqué la campana la propia señora Chandler abrió la puerta, pues ella y la señora Joy estaban por salir. Aquella mañana había una reunión de oración de mujeres en una casa privada y la señora Joy, sabiendo que su amiga había caído en convicción, la había pasado a buscar para ir juntas. Estaban completamente vestidas, con las pieles puestas y listas para partir. Habían llegado hasta la puerta cuando toqué. Como yo ya había tratado con la señora Joy, ella me presentó a la señora Chandler, con quien no había hablado hasta entonces. Le tomé de la mano e inmediatamente le dije para qué había sido enviado, que había venido a conversar con ella acerca de su alma. Noté que cuando tomé su mano tembló de pies a cabeza. Se volteó y me invitó a pasar a la sala en donde me encontré con un fuego confortable. La señora Joy no nos siguió, sino que se fue directamente a otra habitación.

La señora Chandler me ofreció un asiento, pero le dije que no me sentaría hasta saber si estaba dispuesta a entregarle su corazón a Dios. Por su apariencia era notorio que estaba en profunda convicción, mas titubeó mucho para responderme. La seguí presionando con el tema, pero pude notar por sus palabras y por todo lo que la rodeaba que era una mujer de tendencias mundanas, ambiciosa y orgullosa y que el mundo la tenía sujeta en gran manera. Finalmente me senté, ella también se sentó y continué presionando en forma clara y urgente y de la forma más completa que pude. Parecía que su gran lucha era renunciar al mundo. Era notorio que era una esposa consentida, era joven, hermosa, el ídolo de su marido y la favorita de la sociedad y muy amante del brillo y el oropel de los entretenimientos mundanos. Su padre era un hombre prominente en la ciudad de Nueva York, y ella había sido de hija tan consentida como ahora lo era de esposa. Además de esto, era evidente que había mucho orgullo en su corazón. Era una dama en cuanto a su educación y a la forma que tenía de conducirse, y hasta donde podía ver, era una dama en todo aspecto; y de hecho, de muy digno carácter, tanto como puede llegar a serlo una mujer no cristiana. Manifiestamente nunca nadie había tratado con ella de forma personal y escrutadora el tema de su salvación. Por esto, el que yo me halla dirigido a ella como lo hice la había hecho escudriñarse de la forma más profunda.

Después de conversar con ella por un buen tiempo, le insistí acerca de la necesidad y el deber de arrodillarse allí y en ese momento, de renunciar al mundo y a sus pecados y de rendirse a Cristo por completo. Nos arrodillamos, oré por ella y en esa oración traté de guiar su mente a Cristo. La escuchaba luchar y sollozar, daba la impresión de que se encontraba en la más grande de las angustias mentales. Después de haber orado por ella y de que ella agonizara por algún tiempo me dijo: "no me puedo someter" y estuvo a punto de ponerse de pie. Le rogué que no lo hiciera, que no se atreviera a intentar levantarse de sus rodillas y le dije que temía que fuera a contristar al Espíritu de Dios si rechazaba la misericordia que se le estaba ofreciendo. Renunció entonces a la idea de ponerse de pie y volví a orar por ella. Su agonizante lucha continuó, y parecía incrementarse. El conflicto se agudizaba y la lucha de su mente se volvió terrible hasta que finalmente exclamó: "lo haré". Entonces se calmó y después de consagrarse a Dios en oración nos pusimos de pie. Se veía tranquila y entregada. Tan pronto como la señora Joy, quien se encontraba en una habitación contigua -- al parecer entregada a la oración, notó lo que había sucedido entró súbitamente. La escena entre ella y su amiga fue muy enternecedora. Vi a la señora Chandler una o dos veces nada más antes de partir, y desde entonces no he vuelto a verla. Por muchos años tampoco he escuchado de ella. En aquel tiempo pareció haber quedado completamente rendida y convertida. De cualquier modo, soy consiente de las fuertes tentaciones a volver al mundo que debe de haber enfrentado y desconozco si ha sido una cristiana devota o no. Mas aquella escena entre ella y su amiga no la podré olvidar por un buen tiempo. Se dieron otros muchos casos interesantes, que por ahora debo dejar sin relatar. Después de pasar unas pocas semanas en Detroit, en consideración a un urgente pedido de la iglesia de Pontiac, partí hacia allá y me quedé por una temporada.

Allí me encontré con un estado de cosas muy singular y difícil. Aquel lugar había sido establecido por gente infiel, verdaderos burladores de la religión. Sin embargo, había en la vecindad varias mujeres piadosas, quienes después de grandes luchas finalmente consiguieron que se establecieran reuniones religiosas, se construyera una iglesia y se estableciera un ministro. Para entonces vivía en Pontiac el hombre que había sido pastor de la iglesia antes del hermano que se encontraba pastoreando al tiempo de mi visita. El joven que pastoreaba la iglesia, de quien no recuerdo su nombre, era de Nueva Inglaterra. La iglesia había tenido una gran dificultad con el pastor anterior y se habían dividido mucho con respecto a él hasta que finalmente le despidieron. Sin embargo, las circunstancias habían sido tales que habían dejado los sentimientos entre este hombre y la iglesia en muy mal estado. También había otro anciano ministro que vivía cerca de la villa y que había laborado mucho como misionero en aquel nuevo territorio estableciendo iglesias. Entre él y el viejo pastor el sentir tampoco era bueno. Este viejo misionero había tenido una parte muy activa en la controversia, por lo que entre él y el anterior pastor no había simpatía ministerial, o siquiera simpatía cristiana. De hecho, me encontré con el estado de cosas más poco prometedor y difícil que he hallado en mi vida. Como quiera, empecé a predicar y pronto se hizo evidente que el Espíritu del Señor estaba escrutando la iglesia poderosamente. Empecé, de acuerdo a mi costumbre, a remover las piedras de tropiezo, a llamar la atención a la confesión mutua y a la restitución y a, en pocas palabras, reconvertir la iglesia para preparar el camino para un avivamiento general en medio de la gente abiertamente impenitente. El estado moral de Pontiac, en ese entonces, era bastante malo.

La gente era emprendedora, y el lugar próspero, en cuanto a los negocios se refiere, pero la religión se encontraba en el punto más bajo. Vi que nada tendría efecto hasta que las viejas raíces de amargura fueran extraídas, las divisiones sanadas, y las enemistades echadas de lado. Por esta razón dirigí mi predicación a la iglesia y a los profesores de religión, y prediqué los sermones tan escrutadores que me fue posible. Pontiac era hogar del aquel entonces vicegobernador Richardson. Su esposa era una mujer religiosa, pero había sido considerablemente arrastrada a esa controversia con el antiguo pastor. Después de predicar por una semana o dos sentí que ya había quedado preparado el terreno y acordamos separar un día para el ayuno, la humillación y la oración. Cuando llegó el día les prediqué en base a este texto: "Oh esperanza de Israel, Guardador suyo en el tiempo de la aflicción, ¿por qué has de ser como peregrino en la tierra, y como caminante que se aparta para tener la noche?" Mi mente estaba terriblemente afectada con la aplicación de esta escritura al estado en el cual se encontraba la gente. En la tarde tuvimos una reunión de oración general. Poco antes de que empezara se hizo evidente que había un fuerte espíritu escudriñador sobre la gente. Yo me estaba hospedando con un señor de apellido Davis, quien había tenido una parte importante en la controversia con el viejo pastor. Este señor Davis era un hombre de sentimientos fuertes y había sido muy hostil en sus sentimientos para con el pastor, a quien tenía como un completo descarriado. Este viejo pastor vivía cerca de su vecindario. Cuando regresábamos de un servicio matutino vi que el señor Davis se veía profundamente afectado. Me dijo: "¿No cree usted que sería bueno que yo vaya y haga confesión delante de aquel ministro? Él hizo mal, pero yo he tenido un espíritu tan malo en su contra". Le pregunté si podía hacer su confesión sin reproches, dejándole a él el confesar sus propios pecados. Me dijo que podía e inmediatamente partió hacia su casa y, hasta donde tengo entendido hizo una confesión humilde sin acusarle en lo absoluto. Le dijo que había entretenido sentimientos nada cristianos en su contra y le pidió que lo perdonara.

Como dije antes, tan pronto nos reunimos en la tarde, se hizo evidente que había en medio de la congregación un fuerte espíritu de examinación personal. El antiguo pastor de la iglesia estaba presente, como lo había estado, si no me equivoco, durante todas las reuniones. Poco después de estar todos reunidos observé que la esposa del vicegobernador Richardson se levantó de su asiento y se condujo hasta el otro lado de la casa, en donde aquel pastor estaba sentado, y que abiertamente le confesaba que había guardado sentimientos muy poco cristianos en su contra. Esto produjo un estallido general de emociones. Observé que el rostro de aquel antiguo pastor se tornaba de un pálido de muerte. Tan pronto como la señora Richardson se volvió se inició un movimiento general y de todos lados de la casa las personas salían de sus asientos para hacer confesión ante él. Observé que la obra estaba en marcha y tenía la confianza de que se produciría un quebrantamiento general.

Yo esperaba que por causa de esa manifiesta impresión que se estaba creando en el antiguo pastor, el hombre en cualquier momento se pusiera de rodillas y también hiciera su confesión. La presión sobre la congregación era tremenda. El nuevo pastor y yo permanecimos quietos. Pero justo en aquel momento el viejo misionero, cuyo nombre si no me equivoco era Ruggles, se puso de pie e interpuso una objeción a lo que estaba sucediendo. Dijo que objetaba porque el viejo pastor, a quien llamó por su nombre, sentiría que había triunfado, y que así la gente le estaba justificado y condenándose a sí misma. No creí entonces, ni creo ahora, que había el menor de los peligros de que ese fuera el resultado. Creo que si Padre Ruggles -- así le llamaba la gente -- hubiera permanecido tranquilo, no hubieran transcurrido ni diez minutos antes de que aquel viejo pastor hubiera hecho la confesión que todos esperaban oír. Al parecer Padre Ruggles estaba tan comprometido con sus sentimientos en contra de aquel hombre que le era imposible ver que se hiciera alguna cosa que pudiera constituir una justificación del curso que había tomado o que condenara el curso que la iglesia había seguido para con él. En el momento en el cual Padre Ruggles tomó su postura una terrible reacción se produjo en la reunión. Las confesiones cesaron, toda lágrima se secó y como nunca antes vi extinguirse de forma tan manifiesta las influencias del Espíritu Santo.

Aquella reacción fue instantánea, terrible y decisiva. Hasta ese momento las enemistades se estaban eliminando, mas con este curso equivocado de Padre Ruggles toda esa ola de buena voluntad quedó arrebatada y devuelta a su origen y las animosidades volvieron a surgir con la misma fuerza de antes. Después de contemplar aquella desolación por algunos días regresé a Detroit, en donde caí enfermo y debí guardar cama por varios días. El tiempo de la apertura de nuestra temporada de primavera había llegado, por lo que tan pronto estuve en capacidad de viajar regresé a casa y como era mi costumbre, empecé mis labores aquí en Oberlin. Tuvimos un avivamiento muy interesante a lo largo del verano.

Aquel verano publiqué el Segundo volumen de mi teología sistemática. Me dediqué a escribirla, publicarla y a atender a mis deberes de profesor y de pastor. La mayoría de este nuevo volumen fue escrito a razón de una lectura por día, la cual enviaba a la imprenta. Así, de este modo, podía corregir la prueba de una sola lectura. Luego escribía otra lectura y la enviaba ese mismo día a la imprenta. Mas este trabajo, junto a mis obligaciones pastorales y a la intensa labor en mis clases consumió tanto mis fuerzas que el día de la inauguración de clases caí enfermo con fiebre tifoidea. Estuve gravemente enfermo durante dos meses, tanto que estuve muy, muy cerca de la tumba. Mientras tanto, mi preciosa esposa desfallecía a causa de la tisis. A mediados de diciembre falleció. Al momento de su muerte no había todavía recuperado mis fuerzas, por lo que me quedé en casa aquel invierno y no realicé mucha de mi labor ministerial ni aquí en Oberlin ni en otro lugar.  

 

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