The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 15

AVIVAMIENTO EN AUBURN EN 1826

 

El doctor Lansing, pastor de la primera iglesia presbiteriana de Auburn, llegó a Utica para ser testigo del aliviamiento que había surgido en el lugar. Allí me urgió a ir a laborar con él por un tiempo. En el verano de 1826 cumplí con esa petición y fui a Auburn para trabajar con él por una temporada. Poco después de haber partido hacia Auburn supe que algunos de los profesores del seminario teológico del lugar estaban asumiendo actitudes hostiles en contra del avivamiento. Para entonces ya sabía de aquellos ministros en el oeste de Utica, que en un número considerable se habían escrito cartas entre ellos y mantenido correspondencia concerniente a los avivamientos, y que habían tomado actitudes hostiles en contra de los tales.

Algunos de ellos argumentaban que los avivamientos causarían gran daño a los colegios y a los seminarios teológicos si se me permitía ir por las iglesias predicando, cuando yo no era un colegiado ni había recibido una educación teológica regular. Desde luego circularon toda suerte de reportes falsos, y se dijeron muchas cosas que de ridículas y absurdas no merecían la atención. En ningún momento tuve la intención de dar respuesta a tales comentarios. Tenía demasiado que hacer como para dar cualquier respuesta a la oposición. Aunque frecuentemente aparecieron en los diarios artículos en mi contra, y en contra de mis labores, jamás hice más que mirarlos para ver que tipo de justicia o de injusticia había en ellos. No respondí en ninguno de los casos. Con todo esto, no fue hasta mi llegada a Auburn que tuve plena conciencia de la cantidad de oposición que estaba destinado a afrontar por parte del ministerio: no en el ministerio de la región en la que laboraba, sino por parte de aquellos ministros en donde no había trabajado y que no conocía en lo personal nada de mí, pero que habían sido influenciados por los reportes falsos que habían llegado a sus oídos, y por alguna influencia misteriosa que había tenido su origen en algún lugar, que ni yo ni mis amigos podíamos descifrar. Pronto después de mi llegada a Auburn supe por varias fuentes que se había armado un sistema de espionaje y que éste había resultado de la unión extensiva de ministros e iglesias con el propósito de cercarme e impedir la propagación de los avivamientos que tenían relación con mis labores.

Alrededor de este periodo se me informó que el señor Nettleton había dicho que yo no podría avanzar más en dirección al oeste, que todas las iglesias de Nueva Inglaterra estaban cerradas de manera especial para mí. EL señor Nettleton se fue a Albania y allí levantó su resistencia. A mis manos llegó una carta del doctor Beecher en la cual exhortaba al señor Nettleton a levantar una valiente oposición en mi contra y en contra de los avivamientos del centro de Nueva York; y que cuando las judicaturas&emdash;como el les llamaba&emdash;de Nueva Inglaterra se encuentren, "todas levantarán su voz y le apoyarán en su oposición". Ahora, para favorecer el presente, debo retornar a lo sucedido en Auburn. Pronto después de mi arribo, mi mente quedó muy impresionada con aquella extensa obra de espionaje de la cual he hablado. El reverendo Frost, de Whitesboro, había llegado a conocer esos hechos bastante bien, y me los comunicó. No dije nada en público, y si mal no recuerdo, tampoco hice comentarios en privado a nadie acerca del tema, solo me entregué a la oración. Busqué a Dios con mucha urgencia día tras día para recibir dirección, y para que me mostrara el camino del deber y me diera su gracia para salir de la tormenta.

Jamás olvidaré una escena ocurrida en mi habitación en casa del doctor Lansing, poco después de mi llegada al pueblo. El Señor me mostró en una visión por lo que tendría que pasar. El Señor se acercó tanto a mí mientras estaba en oración que literalmente mis huesos temblaban. Temblé bajo aquel profundo sentir de la presencia de Dios de la cabeza a los pies como quien padece de paludismo. Al principio, y por algún tiempo, me pareció más estar en la cima del monte Sinaí, en medio de la plenitud de los truenos, que en la presencia de la cruz de Cristo.

Que yo recuerde, nunca en mi vida me había sentido tan maravillado y humilde delante de Dios como en aquella ocasión. Sin embargo, en lugar de sentir el deseo de escapar, me parecía estar más y más atraído hacia aquella Presencia que me llenaba de tan indecible temor y temblor. Después de un periodo de gran humillación delante de Él, sobrevino un gran levantamiento. Dios me aseguró que estaría conmigo y que me sostendría, y que no habría oposición que pudiera prevalecer en mi contra, que no había nada que yo tuviera que hacer, sino simplemente mantenerme trabajando y esperar la salvación de Dios con respecto a todo este asunto.

Ese sentir de la presencia de Dios, y todo lo que ocurrió entre Dios y mi alma en aquel momento, es algo que jamás puedo describir. Este suceso me llevó a la confianza total, a la perfecta calma, y a guardar solo los sentimientos más amorosos para con todos los hermanos que estaban confundidos y que se cuadraban en mi contra. Me sentí seguro de que todo terminaría bien, y que el curso a seguir era dejarle todo a Dios y continuar con mi obra. Así lo hice; y a medida que la tormenta recrudecía y la oposición aumentaba jamás, ni por un momento, dude de los resultados que se darían al final. Jamás me sentí turbado, y jamás pasé una hora despierto pensando en aquello, aún cuando daba la impresión que todas las iglesias del territorio, a excepción de aquella en la que me encontraba laborando, se había unido para cerrarme sus púlpitos. Pues tal fue la declarada intención, según tengo entendido, de los hombres que lideraban la oposición. Estaban tan engañados que pensaban que la forma más eficaz de sacarme de en medio era unirse en mi contra, como expresamente habían dicho. Sin embargo, Dios me había asegurado que no podrían vencerme.

Un pasaje en el capítulo veinte de Jeremías venía continuamente a mi mente con gran poder. Lee de la siguiente manera: "Me persuadiste, oh Jehová, y quedé persuadido". En el margen se lee seducido. "Más fuerte fuiste que yo, y me venciste; cada día he sido escarnecido, cada cual se burla de mí. Porque cuantas veces hablo, doy voces, grito: Violencia y destrucción; porque la palabra de Jehová me ha sido para afrenta y escarnio cada día. Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude. Porque oí la murmuración de muchos, temor de todas partes: Denunciad, denunciémosle. Todos mis amigos miraban si claudicaría. Quizá se engañará, decían, y prevaleceremos contra él, y tomaremos de él nuestra venganza. Mas Jehová está conmigo como poderoso gigante; por tanto, los que me persiguen tropezarán, y no prevalecerán; serán avergonzados en gran manera, porque no prosperarán; tendrán perpetua confusión que jamás será olvidada. Oh Jehová de los ejércitos, que pruebas a los justos, que ves los pensamientos y el corazón, vea yo tu venganza de ellos; porque a ti he encomendado mi causa". Jeremías 20:7-12. No es mi intención decir que este pasaje describe literalmente mi caso, o que expresa mis sentimientos. Sin embargo, había tanta similitud en la situación que este pasaje confortó mi alma con frecuencia. De hecho, como he dicho, el Señor no permitió que la oposición afectara mi corazón en absoluto, o que tuviese temor de los resultados, o que sintiera algún enojo hacia los hermanos que se conducían en esa dirección. Puedo decir con sinceridad que en lo que recuerdo, nunca tuve un pensamiento no amable hacia el señor Nettleton o hacia el doctor Beecher, como tampoco lo tuve hacia ninguno de los líderes de la oposición a la obra durante todo el tiempo que permanecieron en sus actitudes.

Recuerdo haber tenido un sentimiento de horror muy particular con respecto al panfleto publicado&emdash;y al curso tomado&emdash;por William R. Weeks, del cual he hecho alusión. No albergaba resentimiento personal dentro de mí, pero me parecía que en su caso había astucia, una simulación de candor y una determinación, de la cual no recuerdo haber hablado. Lo que si recuerdo distintivamente es el haber sentido con frecuencia una especie de estremecimiento al ver las actitudes que Weeks adoptaba. Aquellos que están familiarizados con la historia del señor Weeks recordarán que poco después de esto empezó a escribir un libro llamado "El Progreso del Peregrino en el Siglo Diecinueve". Esta obra se publicó en números y luego se compiló en un volumen, que muchos de los lectores de su narrativa pueden haber llegado a conocer. Hasta lo que he sabido, el señor Weeks llevó su oposición a los avivamientos hasta su muerte. Con todo esto no le fue posible mantener sus posturas en el condado de Oneida, en donde era pastor, cuando trabajé allí. Fue despedido de su congregación poco después y se marchó a Newark, Nueva Jersey, en donde enseñó en la escuela. Logró reunir a unos pocos seguidores que creían en su doctrina, según me han dicho, y continuó predicando hasta el día de su muerte. Weeks era un hombre de considerable talento, y espero también que haya sido un buen hombre; mas a mi juicio estaba bastante engañado en cuanto a su filosofía y excesivamente extraviado en su teología. No lo menciono con el deseo de decir nada malo acerca de él, ni de su libro "El Progreso del Peregrino en el Siglo Diecinueve"; sino para explicar meramente que nunca cesó, hasta lo que sé, de mostrar poca o mucha oposición, de forma directa o indirecta, a los avivamientos que no favorecían sus peculiares perspectivas. Hizo muchos esfuerzos de defender, aunque sin nombrarlo, el curso tomado por el señor Nettleton cuando se colocó a la cabeza de la oposición de aquellos avivamientos. Mas Dios se deshizo de toda esa influencia y no he escuchado de ella ya por muchos años.

Pese a las actitudes que algunos de los profesores de Auburn estaban tomando, y que tenían relación con muchos ministros del extranjero, el Señor pronto avivó su obra en el lugar. El reverendo Lansing tenía una congregación grande y muy inteligente. El avivamiento pronto tuvo su efecto en la gente y se volvió poderoso. Fue en este tiempo cuando en doctor Steel, quien era nativo y residente de Auburn, recibió tanta bendición en su alma que se convirtió en un hombre nuevo. Cuando llegué, este doctor era un anciano en la iglesia presbiteriana y era el tipo de cristiano tímido y lleno de duda, con muy poco nivel de eficacia debido a su poca fe. Sin embargo, pronto llegó a una profunda convicción de pecado que lo llevó a lo profundo de la humillación, la angustia y casi a la desesperación. Estuvo en este estado durante semanas hasta que una noche, en una reunión de oración, se mostró realmente rendido por sus sentimientos y se hundió en el piso notablemente desesperanzado. Fue allí cuando Dios abrió sus ojos a la realidad de su salvación en Cristo. Esto sucedió justo después de que abandoné Auburn para ir a Troy, Nueva York, a laborar. El hermano Steel me siguió enseguida a Troy, y la primera vez que le vi exclamó con un énfasis particularmente suyo: "Hermano Finney, he enterrado al Salvador, pero Cristo a resucitado". Este hombre recibió un bautismo tan maravilloso en el Espíritu Santo que ha sido desde entonces el motivo de gozo y maravilla en el pueblo de Dios que le ha conocido.

En parte, como consecuencia de la sabida oposición a mis labores sostenida por muchos ministros, una oposición significativa surgió en Auburn, en la cual cierto número de hombres prominentes de la villa tuvieron parte. Mientras esto sucedía, Theodore Weld, de quien ya he hablado, llegó al pueblo para pasar allí varios días. Para dar ejemplo de la oposición, uno de los líderes opositores se encontró con Weld un día en la calle y le dijo: "Weld, he prometido patearte y no faltaré a mi palabra," acto seguido caminó hacia él y le pateó. Weld no le tomó en cuenta la ofensa y la dejó pasar. Sin embargo, el Espíritu del Señor estaba entre la gente con gran poder y muchos sucesos impactantes tuvieron lugar.

Recuerdo que un Sabbat por la mañana, mientras estaba predicando, describí la manera en la cual algunos hombres se oponían a sus familias, y dije que incluso, de ser posible, les evitaban el poder llegar a convertirse. Di una descripción muy vívida de un supuesto caso de estos y añadí: "Probablemente, si fuera a relacionarme con ustedes, pudiera incluso nombrar a aquellos de ustedes que tratan a sus familias de esta manera". En ese instante, un caballero que se encontraba en la congregación grito: "¡Nómbreme a mí!" y enseguida hecho su cabeza hacia delante, sobre el asiento enfrente de él y fue notorio que empezó a temblar con gran emoción. Resulta que este hombre había estado tratando a su familia en esa forma, y que esa mañana había hecho exactamente las mismas cosas que yo había estado enunciando sin haber conocido de ante mano esos hechos. Su clamor de: ¡Nómbreme a mí!" fue tan espontáneo e irresistible que no puedo evitar que saliera de su boca. Pese a esto temo que nunca llegó a convertirse a Cristo.

En ese tiempo residía en el pueblo un sombrerero de apellido Hawley. Su esposa era una mujer Cristiana, pero él era universalista y se oponía al avivamiento. Llevó su oposición al punto de prohibirle a su esposa el asistir a nuestras reuniones y durante muchas tardes sucesivas logró que se quedara en casa. Una noche, cuando la campana sonaba dando aviso de que la reunión empezaría en media hora, la señora Hawley se sentió tan ejercitada en su mente por su marido que se retiró a orar, y pasó la media hora derramando su alma delante de Dios. Le habló del comportamiento de su esposo, del hecho de que no la dejaba congregarse, y de cosas semejantes y logró acercarse mucho a Dios. Supe que mientras la campana sonaba llamando a la gente a la asamblea, la mujer salió de su closet y se encontró con que su esposo había llegado de su tienda. Cuando ella entró en la sala su marido le preguntó si no pensaba asistir a la reunión y le dijo que si ella iba, él estaba dispuesto a acompañarla. El hombre me informó después que había decidido asistir a la reunión aquella noche para ver si lograba hallar algo para justificar su oposición para con su mujer, o al menos para sacar algo de lo cual reírse y así poder sostener que toda la obra era un completo ridículo. Cuando le propuso a su esposa acompañarla ella se sorprendió mucho mas se preparó y ambos salieron a la reunión. Por su puesto, yo no estaba enterado de nada de esto y ese día fui a la reunión, como era mi costumbre, sin haber decidido sobre qué texto iba a predicar.

Había estado laborando y visitando gente preocupada por sus almas todo el día, y no había tenido tiempo de poner en orden mis pensamientos. Ni siquiera había tenido tiempo de decidir qué texto iba a usar. Durante los servicios introductorios un texto vino a mi mente justo antes de que tuviera que ponerme de pie para predicar. El texto consistía en las palabras empleadas por el hombre con el espíritu inmundo: "Déjanos en paz". Tomé estas palabras y empecé a predicar y a tratar de mostrar la conducta de aquellos pecadores que desean que nadie los moleste y que no quieren saber nada de Cristo. El Señor me dio poder para dar una descripción vívida del curso que aquel tipo de personas persigue. En medio de mi discurso observé que alguien cayó de su silla, cerca del amplio pasillo y que gritaba de la forma más sobrenatural y terrífica. La congregación estaba consternada. El clamor del hombre era tal que detuve la prédica y me quedé quieto. Después de unos pocos momentos le pedí a la gente que permaneciera sentada y me acerqué a hablar con el sujeto. Me encontré con que se trataba de este señor Hawley de quien me he estado refiriendo. Cuando me acerqué a él ya había recobrado la fuerza necesaria para estar de rodillas y con la cabeza sobre el regazo de su esposa. Lloraba en voz alta como un niño, confesando sus pecados y acusándose de terrible manera. Le dije unas cuantas palabras, a las cuales les prestó muy poca atención. Vi que el Espíritu de Dios había atrapado su atención por completo y pronto desistí de hacer esfuerzos para que me escuchara. Cuando le comuniqué a la congregación que se trataba del señor Hawley, en algunos de los que le conocían a él y a su carácter, brotaron lágrimas y sollozos. Me quedé de pie por algún tiempo, viendo si se calmaba lo suficiente como para permitirme continuar con mi sermón, mas su sonoro llanto lo hizo imposible. Jamás olvidaré el aspecto de su esposa, sentada y sosteniendo la cabeza del hombre en sus manos y su regazo. En su rostro brillaba un gozo y un triunfo santos que las palabras no pueden describir. Tuvimos varias oraciones y despedí la reunión. La gente ayudó al señor Hawley a volver a su casa. Él les pidió que fueran a buscar a algunos de sus compañeros, con quienes tenía el hábito de ridiculizar la obra del Señor en el lugar. No le fue posible descansar hasta que reunió a un buen número de ellos y tuvo la oportunidad de hacer confesión en su presencia. Esto lo hizo con un corazón completamente quebrantado. Quedó tan rendido por Dios que por dos o tres días no se le vio por el pueblo y continuó enviando a buscar a aquellos hombres para hacer su confesión y para advertirles que escaparán de la ira venidera. Tan pronto como le fue posible volver a andar tomó posesión de la obra en la forma más humilde y sencilla de carácter, pero con gran efervescencia. Poco después fue hecho anciano o diácono, no recuerdo cuál de estos dos con exactitud, y desde entonces ha sido un cristiano ejemplar y muy útil. Su conversión fue tan clara y tan poderosa, y sus resultados tan manifiestos a todos, que contribuyó mucho a silenciar la oposición.

Había varios hombres adinerados en el pueblo que se sintieron ofendidos con el doctor Lansing, conmigo y con quienes laboraron en aquel avivamiento. Estos hombres, después de mi partida, se reunieron y formaron una nueva congregación. Para entonces la mayoría de ellos eran inconversos. De esto debe tomar nota el lector, pues en el lugar apropiado tendré ocasión de hablar de los resultados de esta oposición y de la formación de esta nueva congregación, así como de la conversión de casi todos esos opositores en otro momento.

Durante mi tiempo en Auburn prediqué más o menos en las iglesias circunvecinas, y el avivamiento se extendió en varias direcciones a Cayuga en las orillas del lago Cayuga, y a Skaneateles, en las orillas del lago Skaneateles. Esto ocurrió, si mal no recuerdo, en el verano de 1826.

Poco después de mi arribo a Auburn ocurrió un suceso de tan impactante naturaleza que me resulta necesario narrarlo. Mi esposa y yo éramos huéspedes del doctor Lansing, el pastor de la iglesia. La iglesia se había hecho bastante conforme con el mundo y los inconversos la acusaban de ser líder el en vestir, en la moda y en las mundanidades. Como era mi costumbre, mi prédica estuvo dirigida a asegurar la reforma de la iglesia y a llevarles a un estado de avivamiento. Un Sabbat le prediqué a la iglesia tan inquisitivamente como pude acerca de su actitud ante el mundo. La Palabra penetró en la gente. Al finalizar mi discurso, como era usual, llamé al pastor para que orase. El pastor estaba muy impresionado con el sermón y con la impacto que había causado en la congregación y en lugar de realizar inmediatamente su oración, hizo un breve discurso en el cual confirmaba delante de la congregación mis palabras. En ese momento un hombre se levantó en la galería y dijo en una manera muy deliberada y distintiva: "Señor Lansing, no creo que sus observaciones sirvan de mucho cuando usted mismo usa una camisa de ruches y un anillo de oro en el dedo, y cuando su esposa y las damas de su familia se sientan frente a la congregación como líderes de la moda del día". Con esto parecía que iba a aniquilar al doctor por completo. El doctor Lansing no respondió nada, sino que se lanzó a lo largo de un lado del púlpito y lloró como un niño y la congregación se dejó ver tan impactada y afectada como él. Casi todos en la iglesia echaron la cabeza hacia delante y la apoyaron en el asiento del frente y muchos lloraban. Con excepción de los sollozos, la casa estaba en profundo silencio. Espere unos pocos momentos y como el doctor Lansing no se movía, me puse de pie, ofrecí una pequeña oración y despedí la reunión. Fui a la casa con aquel querido y golpeado pastor, y cuando toda la familia hubo regresado de la iglesia, tomó el anillo que tenía en su dedo&emdash;un delgado anillo de oro que difícilmente podía llamar la atención&emdash;y dijo que su primera esposa, estando en su lecho de muerte, se lo sacó del dedo y lo puso en el suyo, y le pidió que lo usara en memoria de ella. Así lo había hecho sin pesar en ningún momento que podía ser una piedra de tropiezo. Acerca de los ruches en su camisa, dijo que había usado ruches desde que era un niño y que nunca los había visto como algo impropio. De hecho, no podía recordar cuando había empezado a usar ese tipo de camisas y no le habían merecido ningún pensamiento. "Sin embargo"&emdash;dijo&emdash;"si estas cosas son ocasión de ofensa para alguno, no las usaré". Este hombre era un cristiano precioso y un excelente pastor.

Casi inmediatamente después de estas cosas la iglesia estuvo dispuesta a hacer un confesión pública delante del mundo acerca de su error y de su falta de espíritu cristiano. Por consiguiente, se escribió una confesión que abarcaba todo el asunto y se la sometió a la iglesia para su aprobación y luego se la leyó ante la congregación. La iglesia se mantuvo de pie y muchos lloraban durante la lectura. A partir de este punto la obra continuó avanzando con ascendente poder. Fue evidente que la confesión no fue una simulación, sino que fue sincera y de corazón, y que Dios la recibió con mucha gracia y con manifiesta aceptación. La boca de los contradictores quedó en silencio. La oposición a la obra mostrada por algunos de los inconversos fue bastante amarga y recibió mucho aliento por parte de la actitud equivocada de muchos ministros, a cuya oposición esta gente apelaba para justificar la suya. El hecho es que en gran medida las iglesias y los ministros se encontraban en un bajo estado de gracia y aquel avivamiento les tomó por sorpresa. No me impresionó mucho entonces, como tampoco me sorprendió después, que aquellas maravillosas obras de Dios no hayan sido entendidas ni recibidas por aquellos que no se encontraban en un estado de avivamiento.

Muchas conversiones interesantes se dieron en Auburn y sus alrededores, así como también en todos los pueblos vecinos a lo largo de aquella parte del estado, a medida que la obra se esparcía en todas direcciones. En al primavera de 1831 volví a Auburn y fui testigo de otro poderoso avivamiento. Las circunstancias fueron muy peculiares y profundamente interesantes, por lo que merecen ser relatadas en su propio lugar, dentro de esta narrativa.

 

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