LA VERDAD DEL EVANGELIO

SIGUIENDO A CRISTO

Por Charles G. Finney

 

"Jesús le dijo: 'Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué te va a ti? Tú sígueme." (Juan 21:22).

 

Estas palabras las dijo Cristo a Pedro. Antes le había dado una idea de que en su edad avanzada su libertad sería restringida, y que tendría que dar honor a Dios con la muerte de un mártir. En la mente de Pedro se presentó la pregunta -- más curiosa que inteligente -- de lo que ocurriría al otro discípulo, Juan. De modo que inquiere: "Señor, ¿y éste que?" Reprendiendo levemente esta curiosidad inoportuna, Jesús le replica: "Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué te va a ti?"

Está respuesta implica un principio, y por tanto tiene una amplia aplicación práctica. Está realmente dirigida a nosotros.

Suponiendo que sea dirigida a todos en el día de hoy, ¿qué nos enseña? ¿Qué nos está diciendo Jesús a nosotros?

Supongamos que El estuviera donde yo estoy en este momento, y tú supieras que es Jesús mismo, y vieras que se prepara para hablar. Verías el aura de gloria alrededor de su cabeza; notarías la mezcla de mansedumbre y majestad que le identifica plenamente como Hijo de Dios y tu alma se conmovería para captar hasta la última de sus palabras. ¡Qué expectativa tan grande, tan sincera! Si fuera a hablar en este lugar se podría oír el tic tac de este reloj de modo distinto y claro. Y si se te escapara una sola palabra te dirías: ¿qué dijo? ¿Qué fue lo que dijo?

El habla, como se ve, en la forma de una orden; ¿En qué consiste está orden? Recuerda: si el Señor Jesucristo, tiene el derecho de dar órdenes. ¿Quién más en la tierra o en el cielo tiene este derecho de un modo más absoluto que El? Es de la mayor importancia que sepamos lo que nos manda. Sea lo que sea, ha de afectarnos de modo vital en nuestro bienestar tanto el saberlo como el hacerlo. Palabras que proceden de alguien con tan buena voluntad tienen que ser para nuestro bien. Sin duda nunca dijo que no fuera para el bien de los que le escuchaban.

Tiene que ser también para el bien general; porque el Gran Rey y Señor de todos nunca pierde de vista lo que se refiere al bienestar general.

Además, hay seguridad en obedecerle. Sin duda, ¿cómo puede ser de otra manera? ¿Le ocurrió alguna vez a alguien obedecerle y hallar que había riesgo en hacerlo?

Naturalmente, es nuestro DEBER el obedecer. ¿Cómo sería posible que Cristo nos ordenara algo y nosotros no tuviéramos la solemne obligación de obedecerle?

Además, ha de ser posible que le obedezcamos. ¿Ordenó Cristo alguna vez algo impracticable? ¿Podía El hacer algo que no fuera razonable?

Hay que admitir todos estos puntos. ¿Cómo podríamos dudar de ellos?

Este es, pues, el estado del caso. ¿Cuál será ahora la actitud de nuestra mente? De un modo claro: dejadle hablar; sin duda, escucharemos y obedeceremos. ¿Qué dice? Cada palabra que dice sabemos que es infinitamente buena. He de captar cada sugerencia de su voluntad. "Dulce es a mi paladar tu palabra, como la miel, como la que destila del panal."

¿Pero habrá alguien aquí que diga: "No me importa lo que diga"? ¿No diréis más bien: "Diga Io que diga, es bueno, y sin duda escucharé y obedeceré"?

Si ésta es vuestra actitud hacia El, entonces estamos dispuestos a examinar Io que dice. Obsérvese que El nos da algo para hacer: además, algo para que lo hagas por ti mismo, sin ninguna ayuda. No importa ahora Io que se les da a otros, o Io que la divina providencia tiene destinado a los otros. "¿Qué te toca hacer a ti?" Siempre ha sido una tentación para el espíritu humano el mirar los deberes de los otros más que a los propios. Has de resistir esta tentación. Cristo tiene una obra para que la hagas tú, y te corresponde a ti el ponerte a hacerla con interés. Observa además que esto tiene que ser hecho ahora. No te da un permiso para que te vayas a casa y te despidas de los tuyos. El no puede aceptar ninguna excusa o dilatación.

Y ahora preguntémonos: ¿Qué es lo que requiere? El dice: "Sígueme." ¿Qué significa esto? ¿He de dejar mi hogar? ¿He de abandonar mi negocio? ¿He de cambiar mi residencia? ¿He de ir siguiéndole por todas partes?

El último significado era evidentemente el correcto cuando Jesús habitaba entre los hombres en carne humana. Entonces llamó a algunos hombres para que fueran sus siervos y sus discípulos, y éstos tenían que ir con El en todos sus viajes, adonde quiera que fuera, y paraban dondequiera que El paraba. Tenían que ayudarle a hacer su obra misionera.

Ahora Cristo ya no está con nosotros en carne humana; y, por tanto, el seguirlo no puede tener precisamente este significado físico. Con todo, no menos que entonces, implica que obedezcamos su voluntad revelada, y hagamos las cosas que le agradan. Ahora has de imitarle en su ejemplo y seguir sus instrucciones. Por diferentes métodos El todavía da a conocer su voluntad, y tú tienes que seguirle adondequiera que El te guíe. Tienes que aceptarle como Capitán de tu salvación, y dejar que sus leyes controlen toda tu vida. El viene a salvar al pueblo de sus pecados y de la ruina que el pecado no perdonado tiene que causar; y debes aceptarle a El como Salvador. Esto es Io que va implicado en seguirle.

Pero inquiramos algo más plenamente sobre "qué va implicado en obedecer este mandamiento".

Naturalmente, implica confianza en El, que es quien lo manda, una confianza en cuyo ejercicio te comprometes a obedecerle plenamente y a confiar en El en todas sus consecuencias. No puede haber una obediencia confiada y alegre sin esta implícita confianza.

Implica, también, una voluntad dispuesta a ser salvado por El -- esto es, a ser salvo del pecado. No puedes hacer reservas o permitirte excusas o excepciones; tienes que estar frente a todo pecado y decidirte a resistir firmemente toda tentación.

Implica también una decisión presente a seguirle en toda circunstancia, cualquiera que sea el efecto en tu reputación. Has de estar dispuesto a hacer sacrificios por Cristo, regocijándote en ser contado digno de sufrir la vergüenza por su nombre.

Es una falta común el admitir lo que Cristo requiere, pero, al mismo tiempo, fallar en hacerlo. Esto es, decir: "Voy, Señor", pero luego no ir. Una persona así no sigue a Cristo.

El requiere acción inmediata. El tiene trabajo para ti hoy, y requiere que te comprometas a una obediencia plena.

Vamos a inquirir ahora POR QUE hemos de seguirle.

Supongamos que Cristo estuviera personalmente aquí dándote la orden: ¡Sígueme. ¿Te preguntarías por qué? Sin duda pronto podrías encontrar razones de peso. Tu propia mente las sugeriría. Y ¿podrías dar también algunas razones de por qué no seguirle? Supongo que ya está resuelto en tu mente por qué deberías obedecer esta orden, aquí ahora, sin un momento de dilatación. ¿Hay alguien que puede dar alguna razón de por qué él no debería seguir está orden? ¿Hay alguien que duda de si éste es su deber? ¿Puede pensar alguien en alguna razón por no hacerlo?

Así pues, es tu deber, y debes hacerlo. Deberías poner la cosa en tu mente del siguiente modo: Si es mí deber, debo hacerlo al instante. El hacer el deber es Io esencial en la vida.

Es un deber tuyo el obedecer a Jesucristo. Si eres un estudiante, ésta es una razón excelente para seguirle por todas partes. Aquí tenemos a un joven. Si le preguntamos por qué va al "colegio", ¿qué va a contestar: "Voy para prepararme mejor para enseñar bien a los hombres acerca de Jesucristo? ¿Va a sus profesores y les dice: "Instruidme; ayudadme a obtener la disciplina de mente y corazón que me haga más útil poder enseñar y predicar a Jesucristo. Decidme todo Io que sepáis de Cristo; orad por mí para que Dios me enseñe el evangelio"? ¿Es esto Io que dice? En esta forma debería un estudiante cristiano seguir a Cristo.

¿No le debéis esto a Cristo? ¿Puede alguien negarlo? Si fuera para conseguir algún bien momentáneo, ¿te parecería bien seguir tus deseos y abandonar a Cristo? ¿Qué ganarías si obtuvieras todo el mundo y perdieras tu alma?

Es un deber para consigo mismo el tener cuidado de tu propia alma. Dios puso sobre ti la responsabilidad de salvar tu alma, y tienes que cumplirla. Nadie puede llevar esta responsabilidad por ti. Tú debes llevar esta responsabilidad por ti. Tú debes llevarla a cabo.

Es tu deber para con tus amigos el seguir a Cristo. Tienes amigos sobre los cuales puedes ejercer una influencia preciosa. Por amor a ellos deberías conocer a Cristo, para que pudieras guiarlos a seguirle. Tienes amigos también que han hecho mucho por ti y que te aman mucho. Les debes el que puedas ayudarles a seguir a Cristo. Lo debes también a tu padre y a tu madre. ¿Son almas que oran? Les debes esto por la simpatía que sienten por ti y por su fuerte deseo de que seas salvo. Si nunca han orado, ya es hora que lo hagan, y por tanto tú puedes guiarlos a hacerlo.

Y lo debes también al mundo. Hay millones que no conocen a Jesús, algunos de los cuales podrían saber de El a través de ti, para que no mueran sin haberle conocido.

Y una idea más respecto a ti. Lo que hagas de ti mismo, sea obedeciendo este precepto o no obedeciéndolo, será lo que tendrás para la eternidad. Lo que hagas en este asunto dará sus frutos en tu destino mucho tiempo después que el sol y las estrellas hayan desaparecido. No tienes derecho a vivir de modo que, cuando mueras, los hombres digan: "Ahí va uno que va a añadir al pecado que acumulan en el infierno.

Además, éste es el único camino de paz. Si quieres paz debes buscarla y hallarla aquí. Son a miles los que la han encontrado; y nadie la ha encontrado en otra parte.

Jesucristo te dice: "Sígueme." ¿Vas a encontrar alguna excusa para no hacerlo? ¿Cuáles son tus excusas?

¿Dices quizá: "Hay tantas opiniones entre los hombres que no sé qué hacer"?

¡Ah!, no, tú lo sabes. Es sólo una triste excusa cuando dices que no sabes cuál es tu deber. ¿Quién hay aquí que no pueda ser sencillo de corazón y hacer su deber y agradar a Dios? No hay opiniones de hombres que deban hacerte tropezar si quieres seguir simplemente a Cristo. Si hablas de las diferentes opiniones entre las denominaciones cristianas, se trata de asuntos de poca importancia, porque en las grandes cosas de la salvación todos están de acuerdo. Todos están de acuerdo en lo esencial: que el seguir a Cristo con confianza y amor simple es todo el deber, y basta para su aprobación. Sigue esta simple dirección y todo irá bien para ti.

Pero algunos dirán: "Yo creo que todos se salvarán.

¿Lo crees? ¿Todos se volverán como Cristo antes de morir? Todos serán santos en este mundo? Cristo está en el cielo. ¿Puedes ir allí antes de llegar a ser como El en el corazón y en la vida?

¿De qué sirve una creencia así? A menudo esta pregunta ha aparecido en mi mente: ¿Para qué sirve esta creencia de que todos los hombres serán salvos? La gente se excusa con esta creencia a fin de no seguir a Cristo. Dicen: "No hay necesidad de tomarse la molestia de seguir a Cristo, puesto que todos acabaremos bien al final." ¿Puede esta creencia hacer a los hombres santos y felices? Algunos contestan: "Me deja contento por el momento, y esto es todo lo que me interesa." Pero ¿te hace también santo? ¿Da por resultado un negarse a sí mismo verdadero y una real benevolencia? Una fe y una conducta que te hagan feliz sin hacerte santo no son mucho. En realidad, no puede dejar de ser perjudicial para ti, porque te atrae y te satisface sin el menor avance para la salvación de tu alma. Sólo te deja más esclavo del pecado y de Satán.

Pero dices: "¡Me hace sentir tan desgraciado el creer que alguien va a perderse para siempre!"

¿Qué vas a hacer, pues? Te puede hacer sentir desgraciado también el castigo merecido de un amigo tuyo, a la cárcel o a la horca, pero por ello no es menos cierto, aunque te deje triste.

¿Cómo es posible que haya otro camino a la felicidad final excepto a través de la santidad? La fuente de toda santidad se halla en tu propia alma. Si el alma es renovada para la santidad, y es hecha generosa, amante, pecadora, humilde, entonces acabarás siendo feliz, y no puedes ser feliz sin este carácter.

Algunos puede que digan: "Yo no creo en la necesidad de un cambio de corazón."

Sí, crees; estás por completo equivocado respecto a este asunto si supones que no crees en la necesidad de un cambio de corazón. No puede existir una persona que no crea eso en toda la cristiandad, alguien que no sepa que por naturaleza su corazón no está bien con Dios, y que debe hacer la paz con El si quiere disfrutar de su presencia en el cielo. ¿Hay alguien cuya conciencia no dé testimonio de que, antes de la conversión, su corazón estaba alejado de Dios? ¿No sabes que no eres como Dios en espíritu, y que has de cambiar para ser como Dios antes de que puedas gozar de su presencia? ¿Cómo un pecador que sabiendo que lo es cree que puede ser feliz en la presencia de Dios sin un cambio moral radical? ¡Imposible! Todo hombre sabe que el pecador, apartado de Dios, debe cambiar si ha de gozar de su presencia y amor. Todo hombre no cambiado por la gracia de Dios sabe que es un pecador y que no es santo por naturaleza.

Un caso que puede servir de ejemplo para mostrar la verdad, incluso para corazones endurecidos, llegó no hace mucho a mi conocimiento. Una señora cristiana, estando de visita en una de las ciudades del Canadá, fue recibida por un caballero de gran prestigio en la sociedad, pero que siempre había vivido una vida impía, al margen de la oración. Era un hombre de voluntad fuerte, dominio de sí, y profesaba ser escéptico pero, con todo, le dijo a esta señora cristiana que estaba dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario y todo lo que ella le dijera para hacerse cristiano. "Muy bien, pues -- le dijo ésta --; arrodíllese aquí mismo y exclame: Dios, sé propicio a mi pecado." ¿Qué contesté el hombre?: "¿Hacer esto cuando ni aún creo que soy un pecador?" "No vale para nada esta excusa -- le dijo ella --, porque usted sabe perfectamente que es un pecador." Habiendo dado su palabra de honor a la señora, no podía hacerse atrás, por lo que se arrodilló y repitió las palabras que le dijo la señora. AI levantarse, le preguntó: "¿Qué más?" "Hágalo otra vez, y diga las mismas palabras." Y el hombre volvió a presentar la antigua objeción: "Yo no creo que sea un pecador." Ella le dio la misma respuesta y le hizo repetir las palabras de la oración otra vez. Todavía se repitió todo este proceso por tercera vez, y entonces, aunque su corazón estaba endurecido, sintió la fuerza de estas palabras y empezó a gritar con fervor: "¡Señor, ten misericordia de mí, pecador!" Su corazón había sido quebrantado y oró hasta que llegó la misericordia.

Con frecuencia, cuando los hombres dicen que no creen esto o aquello, en realidad lo creen por lo menos en lo que se refiere a la convicción. Saben que es verdad respecto a su culpa.

Pero algunos se excusan diciendo: "Primero he de atender a otros deberes, mis estudios, mis negocios."

No, amigo; no hay ningún deber antes de éste. Este es el mayor deber y debería ser primero. Escucha lo que el Salvador dice en este punto. Dijo a un hombre: "¡Sígueme!", y éste contestó: "Señor, déjame que vaya antes y entierre a mi padre." Este es un caso serio, y ha sido registrado para nuestra instrucción, precisamente por eso. Te puede parecer cruel que Jesús llamara a un hombre a que dejara sin realizar un deber tan evidente para todo corazón humano, pero, con todo, ¿qué contestó Jesús? No hizo el menor caso de la excusa, sino que contestó: "Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú ven y anuncia el reino de Dios." Ni siquiera el entierro de un muerto debe entorpecer la obediencia a la llamada de Cristo. No hay duda que Cristo vio una disposición en el hombre a excusarse y por ello vio la necesidad de que respondiera al instante.

Otro hombre replicó a su llamada diciendo: "Señor, te seguiré; pero déjame ir a despedirme de los míos en mi casa." A éste, Jesús le contestó: "Ningún hombre que ha puesto su mano en el arado y mira atrás es apto para el reino de Dios." De modo que Cristo nos enseña que no hay deber que pueda pasar delante del de entregar nuestro corazón y seguirle. Tienes que decidir del todo sobre este asunto vital y entrar realmente en él. Todas las otras cosas son una ofensa a Dios.

¿Dices: "He de estudiar"? Lo que tienes que hacer primero es decidirte con respecto a Cristo, entonces puedes cumplir tu deber de estudiar. Cuando Jesús te dice: "Hijo mío, dame tu corazón", no quiere otra cosa que tu corazón. No quiere que aplaces la decisión con cualquier otro deber. Su llamada es lo primero. Cuando El te dice "Sígueme" exige una respuesta explícita, inmediata, tanto si quieres como si no quieres; no puede aceptar una respuesta evasiva.

 

 

 retorno a index

Copyright (c) 2004. Gospel Truth Ministries