The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 9 

RETORNO A EVANS' MILLS

 

Para este tiempo estaba siendo grandemente presionado por los moradores de Evans' Mills para permanecer en el lugar, hasta que les di aliento al decirles que me quedaría con ellos por lo menos un año. Como estaba comprometido para casarme, partí en octubre desde allí a Whitestown, en el condado de Oneida, en donde me casé. Mi esposa había hecho preparativos para las faenas domésticas, y un día o dos después de nuestra boda la dejé y retorné a Evans' Mills, para obtener los medios para transportar sus cosas al lugar. Le dije que debía esperarme en el plazo de una semana. En el otoño anterior a esto prediqué en varias ocasiones por la tarde en un lugar llamado Perch River, a unas doce millas más al norte de Evans' Mills. Pasé un Sabbat en Evans' Mills, con la intención de regresar a buscar a mi esposa en la mitad de esa semana. Sin embargo, un mensajero enviado desde Perch River llegó ese Sabbat con la noticia de que un avivamiento estaba gestándose lentamente en medio del pueblo desde que yo había predicado en el lugar, y me rogó que fuera y les predicara al menos una vez más. Finalmente señalé una reunión para el martes en la noche. Sin embargo, estando allí, encontré que el interés era tan profundo que me quedé para predicar el miércoles por la noche, y luego me quedé a predicar el jueves por la noche, hasta que finalmente renuncié a regresar a buscar a mi esposa esa semana y continué predicando en ese vecindario.

Pronto el avivamiento se extendió con dirección a Brownville, una villa de tamaño considerable, me parece que a varias millas de distancia hacia el sur. Finalmente, ante la insistente invitación del ministro y de la iglesia de Brownville me dirigí al lugar para pasar el invierno. Le escribí a mi esposa explicándole las circunstancias y diciéndole que debía aplazar el ir por ella hasta que Dios me abriera el camino, pues no podía abandonar tan interesante trabajo para gratificarme con ella. En Brownville la obra era muy interesante, sin embargo, la iglesia se encontraba en tal estado que resultaba muy difícil hacerla entrar en ella. La política seguida en la recolección de la iglesia era tal, que encontré en el liderazgo a presbiterianos, bautistas, metodistas y no sé que más. Lo mismo sucedía con la membresía de la iglesia, y algunos de los miembros eran universalistas. No puede encontrar en la iglesia mucho de lo que me pareciera una sólida y genuina piedad. Además, la política del ministro parecía capaz de impedir cualquier cosa que se pareciera a un avivamiento general. Trabajé en ese invierno con grandes esfuerzos y con muchos obstáculos que vencer. En ocasiones me encontré con que el ministro y su esposa no asistían a nuestras reuniones, y luego me enteraba de que se habían ausentado para asistir a una fiesta. Me hospedé con un señor de apellido Ballard, un anciano de la iglesia, y uno de los amigos más íntimos e influyentes del ministro.

Un día, cuando bajaba de mi habitación y me aprestaba a salir para reunirme con gente que deseaba conocer la religión, me encontré con el señor Ballard en el vestíbulo y me dijo: "señor Finney, ¿qué diría usted de un hombre que ha estado orando semana tras semana para recibir el Espíritu Santo pero que no lo ha recibido aún?" Le respondí que diría que tal hombre estaba orando con motivos falsos. "Pero, ¿con qué motivos debe un hombre orar? Si ese hombre desea ser feliz, ¿es ese un falso motivo? " Me preguntó. "Satanás mismo puede orar con un motivo semejante", le dije y luego cité las palabras del salmista: "Sostenme con tu Espíritu. Entonces enseñaré a los transgresores tus caminos, y los pecadores se convertirán a ti." "¡Ya ve!"--le dije--"el salmista no pide el Espíritu para ser feliz, sino para ser útil, para que los pecadores puedan ser convertidos a Cristo." Después de decir esto me di la vuelta e inmediatamente salí, mas logré observar que Ballard pronto volvió a su habitación. Estuve fuera hasta la hora del almuerzo, y cuando regresé me encontré con él e inmediatamente empezó su confesión. Me dijo: "Señor Finney, tengo que confesarle algo. Estaba muy molesto cuando salió esta mañana, incluso debo decir que esperaba no volverle a ver jamás. Lo que usted me dijo trajo sobre mí la fuerte convicción de que realmente nunca me había convertido--que nunca había tenido otro motivo mayor al del mero deseo de alcanzar mi propia felicidad." Continuó diciendo: "Salí a un lugar apartado después de que usted dejó la casa, y le pedí a Dios que tomara mi vida. No podía resistir el saber que siempre había estado engañado. He sido amigo íntimo del ministro. He viajado con él y pernoctado con él, he conversado con él y he sido el más cercano de sus miembros en la iglesia, y sin embargo, siempre fui un hipócrita engañado. Esto me mortificó hasta el punto de resultarme insoportable y deseé morir y le pedí al Señor que me quitara la vida." Sin embargo, a partir de ese momento de quebranto se convirtió en un hombre nuevo. Esa conversión en particular produjo mucho bien. Podría relatar también muchos otros hechos interesantes con respecto este avivamiento, pero en vista de las muchas cosas que me dolían en cuanto a la relación del pastor--y especialmente de su esposa--con el avivamiento, prefiero abstenerme de hacerlo.

Apenas empezada la primavera de ese año dejé Brownville y me dirigí a caballo a recoger a ir a recoger a mi esposa. Había estado ausente durante seis meses después de nuestro casamiento y el correo era lo único que teníamos para mantener el contacto. Rara vez pudimos intercambiar letras. Cabalgué cerca de quince millas y el camino estaba muy resbaloso. Mi caballo tenía las herraduras lisas, y me di cuenta de que debía hacérselas cambiar. Me detuve en Le Rayville, una villa pequeña a unas tres millas de distancia al sur de Evans' Mills. Mientras mi caballo estaba siendo calzado la gente de la villa se dio cuenta de que estaba en el lugar y corrieron a pedirme que predicara. Me urgieron tanto que acordé predicar a la una en punto en la casa escuela--pues no tenían casa de reunión. A la hora indicada la casa estaba repleta de gente, y mientras predicaba, el Espíritu de Dios descendió con gran poder sobre la gente. Tan grande y manifiesto fue este derramamiento del Espíritu, y la súplica de la congregación tan ferviente, que entendí que debía pasar la noche en el lugar para poder predicar nuevamente en la tarde. Sin embargo, la obra aumentaba más y más; y en la tarde señalé otra reunión para la mañana, y en la mañana otra para la tarde; pronto me di cuenta de que mis planes de ir por mi esposa no llegarían muy lejos. Le dije a un hermano que si tomaba mi caballo e iba a traer a mi esposa, yo podría permanecer en el lugar. Así lo hizo y continué predicando día y tras día y noche tras noche, y se produjo un poderoso avivamiento. Debí de mencionar que mientras estaba en Brownville Dios me reveló de pronto y de la forma más inesperada que iba a derramar su Espíritu en Gouverneur, y que debía de ir a ese lugar a predicar. No sabía absolutamente nada del pueblo, excepto de su manifiesta oposición al avivamiento sucedido en Antwerp en el año anterior. Jamás podré explicar cómo o por qué el Espíritu de Dios me hizo esta revelación. Mas supe entonces, y ahora no tengo duda alguna, de que esta fue una revelación directa de Dios para mí. Que yo supiera, no había pensado en el lugar por meses; mas mientras oraba el hecho de que debía ir a predicar a Gouverneur, pues Dios iba a derramar su Espíritu allí, me fue mostrado tan claro como la luz.

Poco después de esto vi a uno de los miembros de la iglesia de Gouverneur pasando através de Brownville y le dije lo que Dios me había revelado. Me miro como si pensara que estaba loco, mas le encargué que volviera a casa y les dijera a los hermanos lo que le había dicho, y que se prepararan para mi llegada y para el derramamiento del Espíritu del Señor. Gracias a este hermano supe que no tenían ministro, que había en el lugar dos iglesias y dos casas de reunión a poca distancia la una de la otra. Que los bautistas tenían un ministro, más no los presbiterianos. Que un ministro anciano, que formalmente había sido su pastor, vivía allí pero que ya había dejado su cargo, y que la iglesia presbiteriana no estaba celebrando servicios regulares en el Sabbat. Por lo que me dijo pude deducir que en el lugar la religión estaba en muy mal estado, y que él mismo estaba tan frío como un témpano de hielo.

Pero ahora debo regresar a la narración de mis labores en Rayville. Después de algunas semanas de trabajo una gran masa de la población se convirtió, en ella estaba el juez Canada, un hombre de mucha influencia y de gran estatura, que sobrepasaba de hombros y cabeza a la gente de la villa. Mi esposa llegó, por supuesto, pocos días después de que envié por ella y aceptamos la invitación del juez Canada y de su esposa para alojarnos en su casa. Sin embargo, pocas semanas después la gente mi urgió para que fuera a predicar en una iglesia bautista en el pueblo de Rutland, en la intersección de Rutland con Le Ray. Fijé cierto día en la tarde para la predicación. El clima se había hecho caluroso y tuve que caminar unas tres millas a través de un bosque de pinos para llegar a su casa de adoración. Llegué temprano y encontré la casa abierta, pero totalmente vacía. Me sentía acalorado por haber tenido que caminar tanto, así que entré y tomé asiento cerca del ancho pasillo, al centro del lugar. Enseguida la gente empezó a llegar y a ocupar los asientos en diferentes posiciones, esparciéndose por toda la casa y pronto el número incrementó de tal modo que la gente ingresaba de manera continua. Permanecí sentado y como no reconocí a nadie entre la multitud supuse que tampoco nadie me conocía. Al cabo de un rato una joven que lucía dos o tres plumas altas en su sombrero hizo su ingreso. Llevaba un vestido alegre, era más bien delgada, alta, de digna apariencia y ciertamente hermosa. Observé que tan pronto cruzó la puerta hizo un ademán con su cabeza que le dio un garboso movimiento a sus plumas, y pensé que sin duda había practicado antes ese movimiento frente al espejo. Caminaba como si fuera navegando a lo largo del ancho pasillo, y con cada paso meneaba sus plumas en la más elegante manera, apenas moviendo los ojos lo suficiente como para ver la impresión que estaba causando. Esa estampa resultaba bastante peculiar, considerando el lugar, y me golpeó mucho. El Señor quiso que la joven fuera a tomar asiento junto al pasillo, justo detrás de mí, en un lugar que estaba desocupado. Estábamos sentados bastante juntos, pero cada quien en un banco separado. Me moví un poco para poder voltearme y colocar el codo en el respaldar de mi asiento y así estudiar los movimientos y la apariencia de la joven y tratar de entender sus intenciones. Ella continuaba moviendo su cabeza en su elegante ademán, y permitía que su cuerpo se moviera sutilmente, para que así las plumas continuaran ondeando. Era evidente que estaba tan llena de orgullo y de egoísmo. Después de haber estado yo en esa posición por un corto tiempo, me volteé y la miré. Cada parte de su vestido indicaba la más grande de las vanidades. La miré desde la cabeza hasta la punta de los pies, llevando mis ojos hasta la cima de su sombrero, y esto lo repetí y lo repetí. Ella notó mi mirada tan crítica y se dejó ver un poco avergonzada. En voz muy baja le dije: "¿No cree usted que Dios piensa que se ve Hermosa? ¡Pero qué linda pensará Dios que usted luce! ¿Le parece que la gente piensa que usted se ve muy bien?" Luego le dije más seriamente: "¿Viene usted a este lugar para dividir la adoración en la casa de Dios? ¿Para hacer que la gente la adore a usted, desviando su atención de Dios y de la adoración que a Él se le debe?" Esto la hizo retorcerse; le seguí hablando en voz baja para que nadie, solo ella escuchara. Mis palabras la hicieron languidecer, y ya no era capaz de mantener la cabeza erguida. Empezó a temblar y sus plumas con ella. Cuando dije lo suficiente como para dejarle claro en el pensamiento la realidad de su insufrible vanidad, me levanté y fui al púlpito. Tan pronto vio que me dirigía al púlpito y que yo era el ministro que iba a predicar, su agitación manifiesta empezó a aumentar--tanto, como para llamar la atención de los que la rodeaban. La casa pronto se llenó. Tomé mi texto y me envolví en la predicación.

El Espíritu de Dios se derramó en forma evidente sobre la congregación; y al finalizar el sermón hice algo que nunca había hecho antes: llamé a todos aquellos que quisieran entregarle su corazón al Señor a pasar al frente y a tomar los primeros asientos. No recuerdo el haber hecho esto después sino hasta cuando lo hice nuevamente en Rochester, en el estado de Nueva York. Cuando hice este llamado, la joven fue la primera en ponerse de pie. Estalló en llanto en el pasillo y avanzó como quien que se encuentra en desesperación. Era como si hubiera perdido conciencia de la presencia de cualquiera que no fuera Dios. Se apresuraba para llegar a las sillas de enfrente hasta que finalmente se desplomó en el pasillo, temblando con agonía. Un gran número de personas se puso de pie en diferentes partes de la casa y pasaron al frente; y al parecer muchos le entregaron su corazón a Dios allí mismo, y entre estos aquella joven. Al preguntarle a la gente supe que esta dama era considerada la belleza del lugar, que era una muchacha agradable, pero que todos la tenían como muy orgullosa y ostentosa.

Cuando dejé el lugar--y mas bien, muchos años después--me encontré con un hombre que me recordó acerca de esa reunión, y a él le pregunté sobre de la joven. Me informó que la conocía muy bien, que aún vivía en el lugar, que estaba casada y que era una mujer muy útil, y que a partir de entonces siempre había sido una cristiana ferviente.

Prediqué un par de veces en ese lugar, y luego el asunto de Gouverneur volvió nuevamente a mi mente. Era como si Dios me estuviera diciendo: "Ve a Gouverneur--el tiempo ha llegado". El hermano Nash había venido a visitarme pocos días antes de esto, y estaba pasando un tiempo conmigo en el lugar. Para el momento de esta última llamada a Gouverneur tenía unas dos o tres reuniones pendientes en Rutland. Así que le dije al hermano Nash: "Usted debe ir a Gouverneur y ver qué está sucediendo, regresar y darme un reporte". Partió a la mañana siguiente, y regresó a los dos o tres días diciendo que había encontrado un gran número de profesores de religión bajo un intenso ejercicio mental, y que estaba seguro de que había una buena porción del Espíritu de Dios en medio del pueblo; pero que la gente no estaba del todo conscientes de cuál era realmente el estado de las cosas. Le informe entonces a la congregación en donde me encontraba predicando que había sido llamado a Gouverneur, y que ya no podía fijar más reuniones en el lugar. Le pedí al hermano Nash que regresara inmediatamente y que le informara a la gente de Gouverneur que me esperaran cierto día de esa semana.  

 

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