The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 30

 

LABORES en el TABERNACULO, MOOR FIELDS, LONDRES

 

Como dije, acepté la cordial invitación del doctor Campbell para ocupar su púlpito durante un tiempo, y una vez las reuniones del mes de mayo concluyeron me dediqué a trabajar fervorosamente en pro de un avivamiento, aunque no dije nada acerca de esto ni al doctor Campbell ni a ninguna otra persona durante algunas semanas. Prediqué una serie de sermones destinados a traerle a la gente una profunda convicción de pecado de la forma más general posible. Noté que a medida que transcurrían los Sabbats y las tardes, la Palabra iba cobrando un gran poder. En el día del Sabbat predicaba en la mañana y en la tarde, también predicaba en las tardes de los martes, miércoles, jueves y viernes. Los lunes en la mañana teníamos una reunión general de oración en el Tabernáculo. En cada una de estas reuniones traté el tema de la oración. Nuestras congregaciones eran bastante grandes, y todas las tardes de cada Sabbat el Tabernáculo se llenaba a su máxima capacidad.

Para aquel entonces la religión había declinado de tal forma a lo largo de Londres que se predicaba poco durante la semana; y recuerdo el que el doctor Campbell me dijo en cierta ocasión que le parecía que yo le predicaba a más personas durante nuestras tardes que todos los ministros de la ciudad juntos. He dicho ya que el doctor Campbell percibía el salario correspondiente al pastor de su congregación. Sin embargo, este salario no lo usaba en su persona, al menos no en su mayoría, sino que con este suplía su púlpito, y realizaba los deberes parroquiales que le eran posibles bajo la presión de sus labores editoriales. Hallé que el doctor Campbell era un hombre ferviente pero muy beligerante. Siempre se estaba dando a la controversia. Para decirlo de otra manera, siempre le estaba apuntando a todo y a todos los que no estuvieran de acuerdo con su modo de ver la cosas. Con esto hacía mucho bien, pero también me temo que en ciertas ocasiones, mucho mal. Después de predicar por varias semanas de la forma en la que he descrito, sentí que había llegado el momento de hacer un llamado a aquellos que estaban preocupados por su alma. Pronto me di cuenta de que el doctor Campbell no compartía esta idea. Él había estado ocupando un asiento desde el cual no podía ver, como yo, lo que estaba sucediendo en la congregación, y aún quizás habiéndolo visto, no lo hubiera comprendido. En aquella iglesia tenían la costumbre de celebrar un servicio de comunión pasando un sábado, en las tardes. En estos servicios se daba un pequeño sermón y luego se despedía a la congregación y solo se quedaban aquellos que tenían tickets para participar en la comunión.

En la mañana de aquel Sabbat al que me refiero le dije al doctor Campbell: "Ustedes van a celebrar un servicio de comunión esta noche, mientras tanto yo debo realizar una reunión para aquellos preocupados por sus almas. ¿Habrá alguna habitación en el edificio al cual pueda invitar a la gente después de su predicación?". Vaciló un poco y expresó que dudaba que hubiese alguien dispuesto a asistir a semejante reunión. Con todo, como insistí en ello, me respondió: "Sí, está en salón escolar para los niños, puede invitarles a pasar allí". Le pregunté a cuántas personas podría acomodar en aquel lugar. Me respondió: "De veinte a treinta personas. Quizás quepan unas cuarenta". Le dije: "Oh, eso no es ni la mitad del espacio que necesito. ¿Tiene un lugar más grande?". Ante este requerimiento se mostró asombrado, y me preguntó si pensaba que existía en medio de la congregación el suficiente interés como para justificar aquella invitación. Le respondí que había cientos de personas preocupadas por sus almas. Se rio y me dijo que aquello era imposible. Le pregunté si tenía un salón más grande. Me dijo que sí, "está el salón Escolar Británico. Pero ese salón tiene capacidad para unas mil quinientas o mil seisientas personas; y por su puesto usted no necesita algo semejante." Le respondí: "eso es justo lo que necesito. ¿Dónde está?". Me dijo: "Oh, de seguro usted no querrá aventurarse a citar una reunión en aquel lugar. Dudo que llegue a asistir siquiera la mitad de los que cabrían en el salón infantil". Añadió: "Señor Finney, recuerde que usted está en Inglaterra, en Londres, y que no está familiarizado con nuestra gente. Quizás halla quien acuda a su reunión, ante una invitación semejante a la que usted pretende hacer en América, pero no aquí. Recuerde que nuestros servicios de la tarde terminan antes de la caída del sol en esta época del año. ¿Supone usted que aquí, en medio Londres, los ansiosos por su salvación van a dejarse ver en plena luz del día, bajo semejante invitación, y dejarse ver públicamente en una reunión como esa?" Le contesté: "Doctor Campbell, sé mejor que usted en qué estado se encuentra la gente. El evangelio se adapta muy bien a los ingleses como a los americanos; y de modo alguno temo que todo el orgullo junto de esta gente les impedirá responder a mi llamado de la misma manera en la que se responde en América."

Insistí en que me dijera en dónde se encontraba aquella habitación, en que se dispusiera para recibir a la gente y en que me permitiera hacer la invitación que deseaba hacer. Después de una larga discusión accedió con recelo, diciéndome que yo me hiciera responsable de los resultados, y que de ninguna manera estaba dispuesto a compartir esa responsabilidad. Le respondí que era mi intención asumir la responsabilidad y que estaba preparado para ello. Luego me dio instrucciones particulares acerca de la ubicación del lugar, que se encontraba a poca distancia del Tabernáculo. La gente debería cruzar la calle Cowper con dirección a la calle City a pocas varas de distancia, luego doblar en un pasaje angosto para encontrar el edificio del Salón Escolar Británico. Después de nuestra discusión fuimos a la reunión. Aquel día prediqué en la mañana y nuevamente en la tarde--si no me equivoco a las seis de la tarde. Prediqué un sermón corto, y luego le informé a la gente cuál era mi deseo. Hice un llamado a todos aquellos que estaban en angustia por sus almas, y que estaban dispuestos a hacer las paces con Dios inmediatamente, para que asistieran a una reunión para instruirles acerca de su estado mental. Especifiqué muy bien cuál era el tipo de gente a la cual estaba invitando. Les dije que "los profesores de religión no están invitados a esta reunión. Aquí se celebrará un servicio de comunión, por lo que deben permanecer en este edificio. Los pecadores a quienes no les importe su condición tampoco están invitados. Solo aquellos que no son cristianos pero que están en un estado de ansiedad por la salvación de sus almas y que desean recibir instrucción acerca de cuál es su deber para con Dios, están invitados a venir." Y esto mismo lo repetí para que no hubiera lugar a confusiones. El doctor Campbell me escuchaba con mucha atención, y me imagino que esperaba que como yo había restringido mi llamado a tal tipo de gente, que muy pocos o nadie acudiera a la reunión. Yo mismo estaba determinado a no permitir que toda la masa de gente llenara aquel salón; sino que aquellos que asistieran lo hicieran entendiendo que eran pecadores en procura de respuestas. Hice énfasis en ese punto, no solo en pro de los resultados de la reunión, sino también para convencer al doctor Campbell de que su perspectiva acerca del tema estaba errada. Me sentía plenamente confiado en que había mucha convicción en medio de la congregación, y que cientos de personas estaban preparadas para responder a la invitación inmediatamente. Estaba seguro de que mi llamado no era prematuro. Esto me alentó a insistir en el tipo de personas que esperaba que asistieran a aquel salón. Con esto despedí la reunión y la congregación se retiró.

El doctor Campbell se asomó a la ventana con nerviosismo y ansiedad para ver qué dirección tomaba la congregación; y para su gran sorpresa la calle Cowper se llenó, incluso en las aceras, de gente que se abría paso para llegar al Salón Escolar Británico. Salí y caminé para pasar la procesión y esperé a la entrada del edificio hasta que la multitud entró. El lugar estaba abarrotado. De acuerdo a la impresión del doctor Campbell había no menos de mil quinientas o mil seiscientas personas. El salón era grande y contaba con esa especie de bancos que se usan en las escuelas. Cerca de la entrada había una plataforma en la cual el expositor se ubicaba siempre que había reuniones públicas, lo que se daba con frecuencia. Pronto descubrí que la convicción en la gente era tal que debía ser muy cuidadoso en el manejo de la reunión para evitar una explosión de sentimientos que resultarían incontrolables. Poco antes de esto hizo su arribo el doctor Campbell. Era tanta su ansiedad por estar presente que apuró su servicio de comunión y se dirigió en seguida a la reunión que yo estaba sosteniendo. Miraba con gran asombro a la multitud allí reunida, y particularmente la gran emotividad que manifestaba. Me dirigí a la gente brevemente y les hablé acerca de su inminente deber y traté, como lo hago siempre, de hacerles entender que Dios requería sumisión inmediata y completa a su voluntad, que debían de abandonar las armas de su rebeldía, y rendirse a él y a su justo gobierno. Y luego aceptar a Jesús como su único redentor.

Había estado en Inglaterra tiempo suficiente como para entender la necesidad de ser muy específico en aquellas instrucciones y en borrar de ellos la idea de que debían de esperar el tiempo de Dios. Londres es, y por mucho tiempo ha sido, maldita por la predicación híper calvinista. Es por esto que fui enfático en apuntar a la subversión de aquellas ideas en las cuales supuse que muchos de ellos habían sido formados, pues me pareció que muy pocos de los presentes pertenecían a la congregación del doctor Campbell. De hecho, el mismo me había señalado que la congregación que había visto de día en día era nueva para él--y que aquella masa le era tan desconocida como a mí. Por esta razón traté de guardarles por un lado del híper calvinismo, y por el otro, de un Armenianismo degradado, en el cual supuse que también muchos habían sido educados. Luego, después de haberles presentado las redes del evangelio, me preparé para la pesca. Cuando estaba a punto de pedirles que se pusieran de rodillas y se entregaran por completo y para siempre a Cristo, un hombre que se encontraba en medio de una gran angustia mental empezó a decir a gritos que para él ya no había perdón de Dios. En seguida noté el riesgo de que se produjera un clamor colectivo, traté de calmar a la gente lo mejor que pude y les invité a ponerse de rodillas y permanecer en silencio para que pudieran escuchar cada palabra de la oración que me disponía a ofrecer. Manifiestamente se esforzaron por permanecer quietos para poder escuchar, pero aún con esto había grandes sollozos y llanto en todas partes del lugar.

Luego de la oración di por concluida la reunión. Después de estas cosas sostuve reuniones similares en las tardes del Sabbat en las que se dieron resultados semejantes. Mientras tanto, permanecí en aquella congregación un total de nueve meses. El interés en la gente se extendió a tal punto que los interesados por su alma ya no cabían en aquel amplio Salón Escolar, por lo que con frecuencia, cuando notaba que la impresión del evangelio era general y profunda, después de haberles dado instrucciones pertinentes y de ponerles cara a cara con la necesidad de rendirse a Cristo por completo y sin condiciones, invitaba a aquellos que estuvieran preparados mentalmente para este tipo de rendición, a que se pusieran de pie en donde estuvieran para presentarles a Dios en oración. Los pasillos de aquella casa eran tan angostos y estaban siempre tan llenos de gente que era imposible hacer uso de lo que llamamos silla ansiosa. Tampoco era posible que la gente se moviera en absoluto en medio de la congregación a no ser que fuera el momento de salida.

Con frecuencia, cuando hacía estos llamados a que la gente se pusiera de pie para presentarles en oración, se levantaban por cientos, y algunas veces, cuando la casa estaba llena según la capacidad a la que me he referido, no menos de dos mil personas llegaban a ponerse en pie para atender al llamado. Desde el púlpito parecía que casi toda la congregación se levantaba. Y esto sucedía cuando hacía claras discriminaciones para hacerles entender que mi llamado no era para los miembros de la iglesia, sino solamente para aquellos que temían por su alma y que deseaban entregarse a Dios.

Estando en medio de esta obra se produjo una circunstancia que ilustra el alcance del interés religioso relacionado con dicha congregación en aquel entonces. Con "relacionado con dicha congregación" no me refiero a la gente que pertenecía a la congregación del doctor Campbell, sino a aquellos que asistían a aquellas reuniones provenientes de diferentes partes de la ciudad durante ese gran avivamiento. A continuación, la circunstancia a la que me refiero: Los disidentes de Inglaterra habían estado por un buen tiempo procurando persuadir al gobierno y al parlamento a mostrar en sus acciones un mayor respeto a los intereses disidentes. Sin embargo, siempre les respondían de un modo que implicaba que los intereses disidentes eran minúsculos en relación a los de la iglesia establecida. Pero tanto se hablaba del tema que el gobierno decidió medir la fuerza relativa de estas dos partes, es decir, de los disidentes y de la Iglesia de Inglaterra.

Cierto sábado por la noche, sin aviso o notificación previa alguna que llevara a las gentes de cualquier sector a comprender o a sospechar el movimiento, se envió una solicitud secreta a todo lugar de adoración en Inglaterra, requiriendo que se seleccionara individuos que estuvieran a las puertas de todas las iglesias, capillas y lugares de adoración en todo el reino en la mañana del siguiente Sabbat, para que hicieran un censo de todos los que entraran a estos lugares de cualquier denominación. Tal solicitud se le envió también al doctor Campbell, mas yo no supe de aquello sino hasta después. Ante esto, en obediencia a las indicaciones que había recibido, destinó hombres que se ubicaran en cada puerta del tabernáculo, con la instrucción de contar a todo el que entrara al servicio de la mañana. Si entendí bien, esto se hizo a lo largo de toda Gran Bretaña. De esta manera se determinó la fuerza de las partes; en otras palabras, con esto se determinó quiénes tenían más adoradores en el día del Sabbat, los disidentes o la iglesia establecida. Creo que este censo demostró que los disidentes eran la mayoría. Mas cualquiera que haya sido el resultado, el número de personas que ingresó aquel día al Tabernáculo fue enorme. Esto ocurrió poco antes de que yo dejara Inglaterra, y no fue hasta mi segunda visita que conocí estos hechos relacionados con el Tabernáculo del doctor Campbell. El doctor me informó que los hombres estacionados en las puertas reportaron muchos miles más de los que realmente cabían en el lugar. He olvidado el número, pero sé que era un número enorme. Era común que en el Sabbat grandes multitudes se apostaran alrededor de los exteriores del Tabernáculo, y que tantos como pudieran se quedaran allí para escuchar desde afuera. Con todo, de esta gente que permanecía afuera muchos estaban constantemente yendo y viniendo. Muchos se quedaban en las puertas, y ya fuera que no escucharan o que se sintieran incómodos, volvían a salir. Solamente se contó a las personas que entraron al lugar, y como ya dije, fueron muchos miles más de los que el Tabernáculo podía albergar. El asunto es que el interés religioso era tal que no dudo que de haber existido una casa de adoración con espacio para veinte o cuarenta mil personas se hubiera llenado tanto como el Tabernáculo, en el cual cabían poco más de tres mil.

Menciono este hecho para dar una pequeña idea de la forma en la cual la obra se extendió. No podría decir si todas aquellas personas eran del doctor Campbell. Creo que nadie podría saberlo por seguro. Lo que sí es indudable es que cientos y miles de ellos quedaron convertidos. De hecho, yo mismo vi y conversé con un vasto número de personas, y trabajé de esta manera hasta el límite de mis fuerzas.

En las tardes de los sábados tanto interesados por sus almas como convertidos venían al estudio para conversar. En grandes números venía la gente cada semana. Las conversaciones se multiplicaron de tal modo que era imposible llevar un registro de ellas. Supe que la gente llegaba de todas partes de la ciudad. Muchos caminaban varias millas los domingos para acudir a nuestras reuniones en el Sabbat. Pronto la gente que me conocía, y otros que habían sido muy bendecidos por las reuniones, me abordaban en las calles, en diferentes partes de la ciudad. Miles de personas a las que nunca había visto me conocían. De hecho, la Palabra de Dios fue grandemente bendita en Londres en aquel entonces. El doctor Campbell no era popular en medio de los londinenses, y noté en ese tiempo que pocos de los convertidos se adherían a su iglesia. Con todo me parece que unos doscientos se añadieron a su iglesia.

Cierto día el doctor Campbell me pidió hablar con los estudiantes del Salón Escolar Británico. Acudí a la cita y empecé preguntándoles qué se proponían hacer con su educación, y abundé acerca de su responsabilidad en este respecto. Traté de mostrarles cuánto bien serían capaces de hacer, y cuán grande bendición podría ser para ellos y para el mundo su educación si hacían buen uso de ella. Mas también les hablé de la enorme maldición que sería para ellos y el mundo el uso egoísta de la misma. El discurso fue corto, mas el punto presentado con urgencia. Más tarde el doctor Campbell me dijo que un buen número--no recuerdo cuántos--fueron recibidos en la iglesia, habiendo sido avivados para procurar la salvación de sus almas. El doctor habló de esto como de un hecho asombroso pues, según dijo, no esperaba tales resultados. El hecho es que los ministros en Inglaterra, lo mismo que en este país, han perdido en gran medida la perspectiva de cuán necesario es el insistir en las conciencias su obligación para con Dios en este mismo momento. El doctor Campbell me dijo: "es que no lo entiendo. Usted dijo lo mismo que cualquier hubiera podido decir." Le respondí: "Cierto, pueden haberlo dicho, pero ¿Lo dijeron con intención? ¿Lo dirían de forma directa y al punto para apelar a las conciencias de aquellos jóvenes como yo lo hice?" Este es el problema. Los ministros hablan acerca de los pecadores, pero lo hacen en tercera persona en lugar de hablar de "tú". Se dirigen a ellos de tal modo que no les dejan la impresión de que Dios manda que se arrepientan aquí y ahora, y así echan por la borda sus ministerios.

 

En ocasiones la gente me ha dicho que estoy loco, porque me dirijo a los pecadores como esperando a que se conviertan al cristianismo de inmediato. Lo cierto es que si en realidad he creído al Evangelio, ¿qué otra cosa podría esperar? Como ya he dicho, cuando recién empecé a predicar, mi antiguo pastor, el hermano Gale, insistía mucho en que yo iba a ofender a la gente y que haría que no volvieran a escucharme jamás. Sin embargo, pronto descubrió que las masas continuaban viniendo en tal forma que no había casa que les albergara. Entonces empezó a insistir con que aquello no duraría: que la gente pronto se disgustaría y se endurecería y nunca más prestarían oídos a mi ministerio. Pero también falló en esta predicción, como en todas aquellas con las que solía presionarme acerca de mi forma de predicar el Evangelio. El hecho es que, como ya lo he mencionado, la educación que había recibido en Princeton le había inhabilitado por completo para la tarea de salvar almas para Cristo; poco después de mi conversión me dijo incluso que no estaba consiente de haber sido alguna vez el instrumento para la conversión de una sola alma. Lo que me dijo no me sorprendió en absoluto, pues aunque era un hombre de talento, no había nada en su forma de predicar que estuviera calculado para convertir a nadie, esto antes de que aquel gran cambio del que he hablado ocurriera en su mente. De hecho, rara vez he escuchado sermones que parecieran haber sido construidos con la intención de confrontar al pecador con su deber para con Dios. En lugar de esto los ministros se dedican a escribir ensayos, que en muchos casos son realmente finísimas piezas de retórica y de correcta teología, pero rara vez puede percibirse la idea de que los autores de aquellos sermones, escuchados tanto en Estados Unidos como en Inglaterra, esperan ser el instrumento de conversión de alguno de sus escuchas. Usted no podrá decir que lo que escuchó le produjo la idea de que el ministro espera la conversión o que ha tenido la intención de que se produzca.

Hace algún tiempo me contaron un hecho que puede ilustrar lo que acabo de decir. Dos jóvenes que eran amigos, pero que tenían perspectivas muy diferentes acerca de cómo se debe predicar el Evangelio, ministraban en sus respectivas congregaciones, las cuales se encontraban a poca distancia la una de la otra. Uno de ellos tuvo un avivamiento poderoso en su congregación, mientras en la del otro no se experimentó ninguno. El primero recibía continuas adhesiones a su iglesia, el otro ninguna. Al encontrarse un día aquel que no recibía ningún nuevo miembro en su iglesia le preguntó al otro cuál era la causa de aquella diferencia y le pidió, que de ser posible, le permitiera tomar uno de sus sermones para predicarlo en su congregación y ver si se producía algún efecto diferente en su gente. A esto accedió su hermano, por lo que se llevó el sermón, se familiarizó con la caligrafía del hombre y se lo predicó a su congregación. Este era un sermón, que aunque había sido escrito, estaba calculado con el propósito de llevarle al pecador a reconocer su deber para con Dios. Como dije, lo predicó y antes de terminar observó que varios lloraban; al cierre se percató de que muchos estaban grandemente afligidos y que permanecían en sus asientos llorando. Al ver esto, el predicador hizo una disculpa profunda diciendo que esperaba no haber herido sus sentimientos ¡ya que esa no era su intención!

En este tiempo en el que estuve en Londres, mi mente estaba en gran ansiedad al ver la desolación moral de aquella gran ciudad. Supe que no había suficientes lugares de adoración, y que los que existían solo acomodaban a una pequeña parte de la población. Con todo, durante mi estancia, me llamó mucho la atención un movimiento que surgió en medio de los episcopales. Muchos de sus ministros acudieron a nuestras reuniones. Uno de los rectores, un tal señor Allen, se involucró mucho, y se decidió a promover un avivamiento en su propia congregación. Me informó más tarde que se movilizó y estableció veinte reuniones de oración en diferentes puntos de su parroquia. Le predicó a la gente de forma directa y con todas sus fuerzas. El Señor bendijo grandemente sus labores, y antes de que dejáramos Inglaterra me dejó saber que no menos de mil quinientas personas habían quedado felizmente convertidas en su parroquia. Varios otros ministros episcopales fueron inquietados grandemente y encendidos en sus almas, y empezaron a realizar servicios continuos y prolongados. Cuando dejé Inglaterra había cuatro o cinco Iglesias episcopales distintas que celebraban reuniones diarias y que se encontraban trabajando para promover avivamientos. Si no me equivoco todas ellas fueron benditas en sus esfuerzos y recibieron refrigerio. De hecho, aquellos nueve meses que duró mi labor en Londres, por la bendición de Dios, consiguieron hacer una impresión poderosa y duradera en la ciudad. Se introdujo ideas nuevas en la mente de la gente, miles fueron avivados y convertidos, y una multitud de viejos profesores de religión fueron inquietados y se decidieron a poner manos a la obra. Transcurrieron diez años antes de que fuera nuevamente a laborar a Londres; y hallé, y se me dijo, que la obra nunca se detuvo, sino que ha continuado y extendido sus bordes, esparciéndose en diferentes direcciones. En esta segunda visita hallé a muchos de los convertidos laborando en distintas maneras con gran éxito. Ya tendré oportunidad de hablar de los resultados en la congregación del doctor Campbell cuando me refiera a los movimientos que se dieron en esa posterior visita, diez años después.

Como dije, mi mente estaba muy ansiosa por el estado en que se encontraba Londres. Rara vez me he sentido tan atraído a orar por una ciudad o lugar como lo estuve por Londres. Algunas veces, especialmente cuando oraba en público y ante las multitudes, me parecía como si no podía parar de orar, como si el Espíritu de oración casi me llevara a desbordarme en súplicas por la gente, y por la ciudad en general. Apenas había llegado a Inglaterra empecé a recibir multitud de invitaciones a predicar con el propósito de recolectar dinero para diferentes causas: pagar el sueldo del pastor, ayudarles a costear su capilla, para levantar finanzas para la Escuela Dominical--o para alguna otra cosa. Era como si todo el mundo había tenido la gran idea de hacer grandes recolecciones, y que ese era el objeto de recibirme en diferentes partes del país. De haber accedido a estas solicitudes, no habría hecho otra cosa que ayudarles a recaudar dinero. Me negué a acudir a cualquiera de este tipo de llamados. Les dije que no estaba en Inglaterra para recaudar dinero ni para mí ni para ellos, que mi objetivo era ganar almas para Cristo. Consecuentemente con esto no pasé mi tiempo haciendo turismo o corriendo de un lado al otro, sino que me dediqué estrictamente a la obra y a ganar almas.

Después de predicar para el doctor Campbell durante aproximadamente cuatro meses y medio, mi voz estaba muy ronca. La salud de mi esposa también estaba muy afectada por causa del clima y la intensidad de nuestro trabajo. En este punto me es necesario decir lo que Dios hizo por medio de ella.

Hasta este punto mi esposa solo había atendido y tomado parte en las reuniones femeniles. Estas reuniones eran una cosa nueva en Inglaterra por lo que ella había estado haciendo muy poco. Sin embargo, estando con la congregación del doctor Campbell se hizo una solicitud para que mi esposa acudiera a una reunión de té. Tienen el hábito de hacer tales reuniones cuando se intenta reunir a cierto grupo de gente--por ejemplo, mujeres pobres, sin educación y religión. Tal reunión fue convocada por un grupo de damas y caballeros benevolentes, que le solicitaron a mi esposa asistir con mucho interés. Ella aceptó la invitación, sin sospechar que habría caballeros aún presentes al momento de ella hacer su intervención. Como sea, al acudir a la cita se encontró con que el lugar estaba copado de gente, y que además de mujeres había un número considerable de caballeros, quienes estaban muy interesados en ver los resultados de la reunión. Mi esposa esperó unos instantes, pensando que los hombres se retirarían, pero al ver que permanecían en sus lugares y que estaban esperando a que ella se hiciera cargo de la reunión, se puso de pie. Si no me equivocó también pidió disculpas por haber sido llamada a hablar en público, dejándoles saber que no era su costumbre hacer tal cosa.

Para entonces habíamos estado casados por poco más de un año, y era la primera vez que ella viajaba conmigo para laborar en un avivamiento. Mi esposa se dirigió a la multitud, según me informó más tarde cuando llegó a nuestro alojamiento, durante cuarenta y cinco minutos o una hora y que los resultados habían sido manifiestamente muy buenos. Las mujeres pobres que se encontraban presentes se mostraron muy conmovidas e interesadas; y cuando mi esposa terminó su intervención, algunos de los caballeros se pusieron de pie y expresaron mucha satisfacción por lo que habían oído. Le dijeron que habían tenido perjuicios en contra de las mujeres que hablaban en público; pero que no podían hacer objeción alguna ante tales circunstancias, las cuales vieron habían sido calculadas para producir un gran bien. Por esta razón le pidieron que asistiera nuevamente a una reunión similar, lo cual mi esposa hizo. A su regreso me contó lo que había hecho y me dijo que no sabía qué pensar, que tal vez se podrían exacerbar los prejuicios de los ingleses, y que se terminara haciendo más daño que bien. Este también era mi temor y así se lo expresé. Con todo me parece que no le aconsejé dejar de asistir a estas reuniones; mas bien, después de considerarlo, le animé. A partir de esto mi esposa se fue acostumbrando cada vez más a aquel tipo de labor, y cuando regresamos a casa continuó trabajando con mujeres en conexión con mis labores en todo lugar en el cual promovimos avivamientos. Ya tendré ocasión de extenderme en mis relatos acerca de aquellos avivamientos y del importante papel que mi esposa tuvo en nuestras labores.

Hubo muchos casos interesantes de conversión en Londres en aquel entonces, los cuales se dieron en casi todas las clases sociales. Prediqué abundantemente acerca de la confesión y la restitución y los resultados fueron verdaderamente maravillosos. Prácticamente todo tipo de crímenes fueron confesados. Cientos, sino miles de libras esterlinas fueron entregados para hacer restitución. Después de mi partida de Londres el doctor Campbell publicó un panfleto--podría también llamársele un libro pequeño, en el cual en algo relataba mis labores. Tengo en mi poder una copia de este libro, y en caso de que llegase a publicarse este que estoy escribiendo, sería por demás interesante insertar por lo menos extractos de aquel pequeño recuento.

Ya dije previamente que mi esposa y yo nos vimos afectados en nuestra voz. Todo el que conoce Londres sabe que desde los primeros días de noviembre hasta marzo la ciudad se pone muy lóbrega, húmeda, oscura, humosa y de un ambiente terrible, tanto para respirar como para hablar. Llegamos a Londres a principios de Mayo. En Septiembre mi amigo, el señor Brown de quien he hablado, nos visitó en la ciudad, y viendo el estado de salud en el cual mi esposa y yo nos encontrábamos, nos dijo: "Esto no puede ser. Deben irse a Francia o algún otro lugar en el continente en donde no entiendan su idioma. No tendrán descanso alguno en este país mientras les quede algo de voz". Después de discutir el asunto decidimos seguir su consejo e irnos por un tiempo breve a Francia. El señor Brown me entregó cincuenta libras esterlinas para nuestros gastos y partimos a Paris y a otros lugares de Francia. Evitamos muy diligentemente hacer conversación con la gente y nos mantuvimos lo más callados que pudimos. La influencia del cambio de clima fue muy notoria en mi esposa. Pronto había recuperado la fortaleza de su voz. Por mi parte, me sobrepuse gradualmente a mi ronquera, y después de seis semanas de ausencia reanudamos nuestras labores en el Tabernáculo. Continuamos nuestro trabajo en ese mismo lugar hasta los primeros días del siguiente abril, cuando partimos de regreso a casa.

Dejé Inglaterra con gran recelo. Surgieron circunstancias en América que parecían hacer necesario mi regreso por el bien de nuestro Colegio. El interés por la gente de Inglaterra había crecido mucho en mi esposa y en mí, y deseábamos poder quedarnos y continuar nuestras labores entre ellos. Zarpamos desde Londres en un barco grande, El Southampton. El día de nuestra partida una gran multitud de personas que se habían interesado en nuestras labores se reunieron en el muelle. La gran mayoría de estas eran nuevos convertidos. El barco tuvo que esperar por causa de la marea y para completar sus pasajeros, y por varias horas permaneció un gran número de gente esperando vernos partir. El decirle adiós a tal multitud de corazones llenos de amor dejó a mi esposa completamente devastada. Tan pronto el barco salió del muelle, se retiró a nuestro camarote con una violenta jaqueca de la cual no se recuperó por algunas horas. Yo me quedé en la cubierta para observar el batir de sus pañuelos y a sus sombreros levantarse en el aire-- entre otras manifestaciones que hicieron hasta que nos deslizamos río abajo con la ayuda de la corriente y de dos remolcadores de vapor y los perdí de vista. Así concluyeron nuestras labores en Inglaterra durante aquella primera visita.

 

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