The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CHARLES FINNEY

1868

CAPITULO 3

EL INICIO DE MI OBRA Y SU ÉXITO INMEDIATO

 

En la mañana a la que acabo de referirme me dirigí a la oficina, y allí me encontraba, experimentando el fluir de renovadas y poderosas olas de amor y de salvación a través de mí, cuando llegó el Lcdo. Wright. Le dije unas cuantas palabras acerca del tema de la salvación-- realmente no recuerdo qué exactamente. Él me miró con asombro, pero no recuerdo que haya dicho nada. Bajó la cabeza y después de haberse quedado de pie por algunos minutos, dejó la oficina. No le di mucho pensamiento a su actitud, pero más tarde supe que mi comentario le había traspasado como una espada, de cuya herida no pudo recuperarse, sino hasta su conversión.

Poco después de que el Lcdo. Wright dejara la oficina, un diácono de apellido Barney entró a verme y me dijo: "Señor Finney ¿recuerda usted que mi causa será juzgada a las diez en punto de esta mañana? Supongo que está preparado." Yo había sido contratado para atender su causa como abogado. Le respondí: "Diácono Barney, He sido contratado por el Señor Jesucristo para defender Su causa. Ya no puedo atender la suya." Él me miró con asombro y me dijo: "¿Qué quiere decir?" Le expliqué, en pocas palabras, que me había enlistado en la causa de Cristo, y le repetí nuevamente que el Señor Jesucristo me había contratado para defender su causa, y que debía buscar otra persona que haga frente a su demanda judicial--yo ya no podía hacerlo. El diácono bajó la cabeza y después de pocos minutos y sin decir nada, salió de la oficina. Poco después, mientras veía pasar al diácono por la ventana, observé que se detuvo en mitad de su camino, como perdido en una profunda meditación y luego se alejó. Supe después que inmediatamente liquidó su demanda y más tarde se entregó a la oración y ascendió a un estado religioso superior, un estado en el que nunca antes había estado.

Pronto salí de la oficina para hablar con aquellos con quienes me era necesario conversar acerca de sus almas. Tenía la impresión--impresión que nunca ha dejado mi mente--de que debía predicar el evangelio, y de que debía de empezar inmediatamente. De alguna manera sabía que debía de hacerlo. No puedo como sabía que debía de predicar el evangelio, como tampoco puedo explicar cómo supe que lo que había recibido era el amor de Dios y el bautismo del Espíritu Santo. De algún modo lo sabía con una certeza que iba más allá de toda duda, o de toda posibilidad de duda. Sabía que el Señor me había dado la misión de predicar el evangelio.

La primera vez que tuve convicción de mi necesidad de salvación, se le ocurrió a mi mente que si alguna vez llegase a convertirme me vería obligado a dejar mi profesión, la cual me gustaba mucho, para ir a predicar el evangelio. Esta idea al principio me fue de tropiezo. Sentía que había hecho demasiados sacrificios e invertido mucho tiempo y estudio en mi profesión como para ahora pensar en convertirme al cristianismo, si el hacerlo implicaba que estaría obligado a predicar el evangelio. De cualquier forma, finalmente llegué a la conclusión de que debía presentarle la cuestión a Dios. Pensé que cuando inicié mis estudios de leyes jamás lo hice teniendo en consideración a Dios, y por lo tanto no tenía derecho de ponerle Él condiciones; así fue que dejé a un lado la idea de ser ministro, hasta que ésta brotó en mi mente, como relaté que ocurrió cuando regresé de orar en la arboleda. Sin embargo, ahora que había recibido el bautismo del Espíritu, estaba más que dispuesto a predicar el evangelio. De hecho descubrí que no quería hacer ninguna otra cosa. No tenía ya deseo alguno de ejercer el derecho. Todo lo encaminado a mi profesión había quedado atrás y ya no tenía atractivo para mí. Descubrí que mi mente había sido transformada por completo y que dentro de mí una verdadera revolución había tenido lugar. No tenía disposición alguna para hacer dinero. No tenía ni hambre ni sed de placeres mundanos ni de distracciones de ningún tipo. Toda mi mente había sido capturada por Jesús y su salvación. Sentía que nada podía competir con el valor de las almas, y me parecía que no había tarea que pudiera ser más dulce, ni disfrute más grande, que el estar empleado en mostrarle a Cristo a un mundo que agoniza.

Con esta impresión, como ya dije, salí de mi oficina para hablar con cualquiera que me encontrara en el camino. Primero pasé por la tienda de un zapatero, un hombre piadoso y uno de los cristianos, a mi criterio, más entregados a la oración en la iglesia. Lo encontré en conversaciones con uno de los hijos de un anciano de la iglesia que argumentaba en favor del Universalismo. El señor Willard--ese era el nombre del zapatero--se volteó hacia mí y me dijo: "Señor Finney ¿qué piensa usted de los argumentos de este joven?" a la pregunta le siguió la explicación de lo que el joven había estado diciendo. La respuesta apareció en mi mente tan pronta que en tan solo un momento eché todos sus argumentos al viento. El joven vio que había demolido sus argumentos al instante, y se levantó sin decir nada y salió súbitamente. Pronto noté mientras estaba de pie en medio de la habitación que el joven, en lugar de seguir su camino por la calle, había rodeado la tienda, saltado la cerca y atravesado los lotes en dirección a un bosque. No pensé en aquello hasta la noche, cuando el joven salió del bosque y se mostró como un flamante convertido, narrando su experiencia. Según dijo, había ido al bosque a entregarle su corazón a Dios.

Ese día hablé con muchas personas, y estoy convencido de que el Espíritu de Dios provocó impresiones duraderas en cada una de ellas. No recuerdo el caso de nadie con quien haya hablado ese día que no se hubiera convertido en breve. En la tarde toqué en la casa de un amigo en donde se encontraba un joven que había sido empleado para la destilación de whiskey. Habían escuchado que me había convertido al cristianismo, y siendo que en el momento se preparaban para el té, insistieron en que me quedara a compartir con ellos. Las cabezas de familia, tanto el hombre como la mujer, eran profesores de religión. Pero la hermana de la señora, que se encontraba presente, era una muchacha inconversa, y el joven al que me he referido--un pariente lejano de la familia--era un universalista profeso. Este joven era bastante franco y conversador y poseía mucha energía de carácter. Me senté con ellos a tomar el té y me pidieron que hiciera la bendición. Nunca antes lo había hecho, mas no dude un momento y empecé a pedir la bendición de Dios. Había dicho muy poco cuando el estado de estos dos joven inconversos vino a mi mente, y despertó en mí tanta compasión que estallé en llanto y no pude continuar orando. Todos en la mesa permanecieron en silencio por un breve momento mientras yo continuaba llorando. El joven empujó su silla y se apresuró a salir de la habitación. Corrió a su cuarto, se encerró y no se le volvió a ver hasta la mañana, cuando apareció expresando una bendita esperanza en Cristo. Por muchos años este joven ha servido como un ministro aprobado de Cristo.

Gran emoción se había creado en la villa en el curso del día, al haberse reportado lo que el Señor había hecho en mi alma. Algunos pensaban esto, otros aquello. Al caer la tarde, sin cita previa, que yo supiera, observé que todo el mundo se dirigía al lugar en donde comúnmente se celebraban las conferencias y las reuniones de oración. Mi conversión había provocado sin duda gran asombro en todos. Supe después que algún tiempo atrás algunos miembros de la iglesia habían propuesto en una reunión que se hiciera de mí un tema particular de oración, pero que sin embargo el señor Gale les había desanimado, diciendo que él no creía que fuera posible que llegase a convertirme. Que por sus conversaciones conmigo había descubierto que yo ya había recibido mucha luz en cuanto al tema de la religión y que estaba muy endurecido. Por lo que, según había dicho, prácticamente se sentía descorazonado, pues al estar yo a cargo del coro y de enseñarle a los jóvenes música sacra, y al estar éstos bajo tanta influencia mía, él dudaba de que alguno de ellos llegase a convertirse mientras yo permaneciera en Adams.

Supe también después de convertirme que algunos de los hombres más impíos del lugar se escudaban tras de mí. Uno en particular, el señor Cable, que era esposo de una mujer piadosa, le había dicho en repetidas ocasiones: "si la religión es verdadera ¿por qué no convierten a Finney? Si ustedes cristianos pueden convertir a Finney, entonces yo creeré en la religión."

Un viejo abogado de apellido Munson, que se encontraba viviendo en Adams, al escuchar los rumores de mi conversión, dijo que todo era una farsa. Que yo simplemente quería ver a cuántos cristianos podía convencer de mi engaño. De cualquier modo, como de común acuerdo, todo el pueblo se apresuró al sitio de oración. Yo fui también. El señor Gale, el ministro, estaba en el lugar junto a prácticamente toda la gente importante de la villa. Daba la impresión de que nadie estaba listo para dar inicio a la reunión, sin embargo el sitio estaba lleno a capacidad. Sin esperar a que alguien tomara la palabra, yo mismo me puse de pie y empecé a confesar que ahora sabía que la religión era de Dios. Continué narrando porciones de mi experiencia, aquellas partes que consideraba importante relatar. El señor Cable, el hombre que le había prometido que si yo me convertía él creería en la religión, estaba presente, al igual que el señor Munson, el viejo abogado. Lo que el Señor me dio la capacidad de decir parecía impactar a la gente de forma maravillosa. El señor Cable se puso de pie, se abrió paso en medio de la gente y se fue a su casa dejando olvidado su sombrero. El señor Munson también se fue a casa diciendo que yo estaba loco. Munson dijo: "Finney esta en serio, de eso no hay duda, pero que esta loco, esta claro".

Tan pronto como terminé de hablar, el señor Gale, el ministro, se levantó e hizo una confesión. Dijo que creía que había sido de obstáculo para la iglesia, y luego confesó que había desanimado a la iglesia cuando le habían propuesto orar por mí. También dijo que ese día, cuando escuchó que me había convertido, se apresuró a decir que no lo creía. Dijo que no tenía fe. El ministro fue muy humilde en toda su confesión.

Yo nunca había hecho una oración en público. Pero tan pronto el hermano Gale terminó de hablar, me pidió que orara. Pude orar con holgura y libertad. Esa noche tuvimos una reunión maravillosa, y a partir de entonces mantuvimos reuniones todas las noches por un buen tiempo. La obra se extendió por todas partes. Como yo había sido un líder para los jóvenes, inmediatamente fijé una reunión con ellos, a la cual todos asistieron--esto es, todo el grupo que frecuentaba. Dediqué mi tiempo a la conversión de estos jóvenes, y el Señor bendijo cada uno de los esfuerzos realizados en una forma maravillosa. Uno tras otro fueron entregándole su vida a Dios, y esto con gran rapidez. La obra continuó en medio de ellos hasta que solo una joven del grupo quedó por ser convertida.

La obra se extendió entre todos los grupos, y se no solo dentro de la villa sino en todas direcciones. Mi corazón estaba tan lleno que por más de una semana no me sentí inclinado a comer o a dormir. Literalmente me parecía que tenía comida para comer que el mundo no conocía. No sentía la necesidad de comida ni de sueño. Mi mente estaba llena hasta rebozar del amor de Dios. Así estuve por algunos buenos días, hasta que en cierta ocasión, frente al espejo rasurándome, noté mis ojos. Observé que la pupila estaba dilatada, y en ese momento entendí que me era necesario descansar y dormir, o perdería la razón. Desde ese momento puse más cuidado en mis tareas, empecé a comer con regularidad y a dormir tanto como podía.

Descubrí que la palabra de Dios tiene un poder maravilloso; y cada día me sorprendía al descubrir que pocas palabras dichas a un individuo, podían atravesar su corazón como flechas.

Poco después fui a Henderson, donde mi padre vivía, para visitarle. Mi padre era inconverso; en la familia solamente mi hermano menor profesaba la religión. Mi padre me recibió en la puerta y me dijo: "¿Cómo estás Charles?" Le respondí: "Estoy muy bien, padre, en cuerpo y alma. Mas, padre, tu eres un hombre anciano y todos tus hijos han crecido y ya han dejado tu casa--y yo nunca he escuchado una oración en la casa de mi padre." Mi padre bajó el rostro y estalló en llanto, y respondió: "lo sé Charles; entra y ora tú mismo."

Encontré a mi hermano menor adentro de la casa y nos entregamos a la oración. Mi padre y mi madre estaban grandemente conmovidos y poco después de eso ambos se convirtieron llenos de esperanza. Yo ignoraba que en el pasado mi madre había tenido esperanza en Dios, nadie, que yo sepa, lo supo en la familia. Creo que permanecí en el barrio por dos o tres días y conversé, más o menos, con quienes pude encontrarme. Creo que fue en la noche del siguiente lunes cuando se celebró en el pueblo la velada mensual de oración. Había allí una iglesia bautista que tenía un ministro, y una pequeña iglesia congregacional que no tenía pastor. En sentido general, el pueblo era un basurero moral y para ese tiempo la religión gozaba de poca popularidad. Mi hermano menor asistió a esta velada mensual y luego me dio un recuento de ella. Los bautistas y los congregacionalistas tenían la costumbre de celebrar una Velada Mensual de Unión, pero había muy poca concurrencia y por eso se realizaba en un domicilio privado. En esa ocasión se habían reunido, como de costumbre, en la sala de una casa privada. Unos pocos miembros de ambas iglesias estaban presentes. El diácono de la iglesia congregacional era un anciano delgado, enjuto y ya débil de apellido Montague. Este era un hombre tranquilo en sus caminos y gozaba de buena reputación en cuanto a la piedad; un buen ejemplo del diácono de Nueva Inglaterra. Este diácono estaba presente y le habían designado para dirigir la reunión. Leyó primero un pasaje de las Escrituras, de acuerdo a la costumbre de los congregacionalistas. Luego se cantó un himno y finalmente el diácono Montague se paró detrás de su silla y dirigió a los presentes en oración. Mi hermano dice que el diácono Montague empezó con su oración usual, en una voz grave y débil, pero que pronto empezó a encenderse y a levantar su voz, que se volvió trémula de emoción. Continuó orando cada vez con más fervor, hasta que de pronto empezó a balancear el peso de su cuerpo en las puntas de sus pies y sobre sus talones. Otra vez se ponía de puntillas y luego volvía a sostenerse sobre los talones de tal manera que podía sentirse la vibración en el lugar. Continuó levantando la voz, y siguió levantándose en la punta de sus pies y sobre sus talones con mayor énfasis. Y a medida que el Espíritu de oración le dirigía, empezó a levantar también la silla a la par de sus talones y a dejarla caer nuevamente sobre el piso. Pronto estaba levantando la silla un poco más alto y dejándola caer con mayor énfasis. Continuó haciendo esto y aumentando en intensidad hasta que golpeaba la silla de tal modo que parecía estar a punto de romperla en pedazos. Mientras tanto los hermanos y hermanas, que se encontraban de rodillas, empezaron a gemir, clamar y llorar y a orar con agonía. El diácono continuó en su lucha hasta que estuvo a punto de quedar exhausto. Mi hermano dice que cuando terminó de orar no había nadie en la habitación que pudiese levantarse de sus rodillas. Solo podían llorar y confesar. Todos estaban derretidos delante del Señor. A partir de esta reunión, la obra del Señor se extendió en todas direcciones y por todo el pueblo. Y así es como en ese tiempo se extendió desde Adams, como centro, por casi todos los pueblos en el condado.

Anteriormente hablé acerca de la convicción de pecado en el Lcdo. Wright, en cuya oficina estudié derecho. También narré que mi conversión sucedió en la arboleda a dónde subí a orar. Poco después de mi conversión, se reportaron muchas otras conversiones en circunstancias semejantes: estas personas habían subido al bosque a orar y allí habían hecho las pases con Dios. Cuando el señor Wright escuchó relatarse estas experiencias una y otra vez en nuestras reuniones, consideró que él poseía una sala de oración y que no iba a subir a la alameda para luego contar la misma historia que tanto había escuchado ya. Se comprometió fuertemente a eso. Aunque la cuestión era algo puramente inmaterial, era sin embargo el punto con el cual su orgullo estaba comprometido, y el que, por lo tanto, le impedía hacer las pases con Dios.

En mi experiencia ministerial he hallado muchos casos semejantes en los cuales el orgullo en el corazón del pecador se abraza y se compromete con alguna cuestión particular, en ocasiones inmaterial en sí misma. En esos casos se debe renunciar a la disputa, o el pecador nunca podrá entrar al Reino de Dios. He conocido personas que por semanas han permanecido en una gran tribulación mental, presionadas por el Espíritu, pero incapaces de hacer progreso alguno hasta que llegan a rendir aquel punto con el que estaban comprometidos. El señor Wright fue el primer caso de esta naturaleza que pude notar. Después de su conversión contó que el asunto venía a su mente con frecuencia cuando estaba orando, y que le fue mostrado que era el orgullo lo que le impedía dar el paso y lo que le retenía de entrar al Reino de Dios. Aún con esto, no estaba dispuesto a admitirlo. Ni siquiera era capaz de admitírselo a él mismo. Trató en todas las formas de convencerse y de convencer a Dios de que él no era orgulloso. En cierta ocasión, según dijo, oró toda la noche en su sala para que Dios tuviera misericordia de él, mas en la mañana se sentía aún peor que nunca. Finalmente se enfureció de que Dios no respondiera su oración y sintió la tentación de quitarse la vida. Se sentía tan tentado a usar su cortaplumas para ese propósito, que literalmente tuvo que lanzar la navaja tan lejos como pudo, y como para darla por perdida, para que la tentación no le venciera. Cuenta que una noche, al regresar de una reunión de la iglesia, se sentía tan oprimido por la convicción de su orgullo y por el hecho de que le había prevenido de subir al bosque a orar, que se determinó a convencerse y a convencer a Dios de que él no era un orgulloso. Para eso buscó un charco de lodo en el cual arrodillarse, creyendo que esto le permitiría demostrar que no era el orgullo lo que le impedía ir a la arboleda. Su lucha continuó por varias semanas.

Mas una tarde, mientras estaba sentado en nuestra oficina con una pareja de ancianos de la iglesia, el joven universalista que había conocido en la tienda del zapatero y que se había convertido, entró corriendo y exclamando: "¡el licenciado Wright se ha convertido!" luego procedió a decir: "estaba yendo al bosque a orar, cuando escuché a alguien que se encontraba en el valle gritando en voz muy alta. Me acerqué a la cima de la colina para poder mirar hacia abajo y allí vi al licenciado Wright caminado de un lado al otro y cantando a todo pulmón; cada tanto se detenía y batía las palmas con toda su fuerza y gritaba: '¡me gozaré en el Dios de mi salvación!' luego seguía marchando y cantando nuevamente, se detenía y batía las palmas". Mientras el joven nos contaba lo sucedido, he aquí, vimos al Lcdo. Wrigth bajando de la colina. Cuando se acercaba a las faldas de la colina, observamos que se encontró con Padre Tucker, un anciano hermano metodista al que llamábamos de esa manera. Wright corrió hacia él y le levantó en brazos. Después de ponerlo nuevamente en el suelo y de una breve conversación, vino rápidamente a la oficina. Cuando entró notamos que sudaba profusamente--el licenciado era un hombre de peso--y enseguida gritó: "¡Tengo a Dios! ¡Tengo a Dios!" Batía las manos con toda su fuerza y luego cayó de rodillas y empezó a darle gracias a Dios. Luego nos contó lo que había estado pasando por su mente, y por qué no había logrado obtener antes esperanza. Dijo que tan pronto como rindió el hecho de no querer ir al bosque, su mente recibió alivio; y que cuando se arrodilló a orar el Espíritu Santo vino sobre él con tal poder que le llenó de sumo gozo, el que resultó en la escena de la que el joven fue testigo. Por su puesto, desde ese momento el Lcdo. Wright tomó una postura decidida por Dios.

Cuando nos acerábamos a la primavera, el celo de los miembros antiguos de la iglesia empezó a menguar. Yo había hecho el hábito de levantarme temprano en la mañana para pasar algún tiempo en oración en la casa de reunión y finalmente tuve éxito en crear interés en un considerable grupo de hermanos, que se reunían conmigo en las mañanas para orar en el lugar. Esto ocurría en una hora muy temprana, y generalmente pasábamos juntos un buen tiempo antes de que hubiera suficiente luz para leer. Yo había persuadido a mi pastor para que atendiera a estas reuniones mañaneras. Sin embargo pronto empezaron a ponerse negligentes; por eso me levantaba a tiempo para ir a rondar sus casas y despertarles. Muchas veces di vueltas y vueltas al rededor de las casas llamando a los hermanos que pensaba eran los más inclinados a asistir y teníamos preciosos encuentros de oración. Aún así me encontré con que los hermanos cada vez estaban más reacios, y esto me trajo mucha tristeza.

Cierta mañana había salido de ronda para despertar a los hermanos, pero cuando regresé a la casa de oración descubrí allí solo a unos cuantos. El hermano Gale, mi pastor, estaba de pie en la puerta cuando volví. Al entrar a la iglesia, súbitamente la gloria de Dios brilló sobre y alrededor de mí de la forma más maravillosa. El día había a penas empezado a clarear, mas sin embargo, de golpe, una luz perfectamente inefable brilló en mi alma de tal modo que casi me postró en el suelo. En esta luz me parecía poder ver como toda la naturaleza alababa y adoraba a Dios, menos el hombre. Esta luz era como el brillo del sol en todas direcciones. Era demasiado intensa para mis ojos. Recuerdo haber bajado la vista y caído al suelo en llanto ante el hecho de que la humanidad no alababa a Dios. Creo que supe algo entonces, por medio de la experiencia, de esa luz que postró a Pablo en el camino a Damasco. Era de seguro una luz tan intensa que no me hubiera sido posible resistir por mucho tiempo. Cuando estallé en tremendo llanto el señor Gale, mi ministro, me preguntó: "¿cuál es el problema, hermano Finney?" Yo no le podía responder. Descubrí que él no había visto la luz y que no entendía el por qué del estado de mi mente. Le dije muy poco. Creo que me limité a responder que había visto la gloria de Dios; y que no resistía pensar en la forma en la que Dios es tratado por el hombre. De hecho no me parecía al momento de la visión de la gloria de Dios, que ésta pudiera ser descrita en palabras. En vez de describirla, la lloré, y la visión, si puedo llamarla una visión, se desvaneció y dejó mi mente en calma.

Cuando era un nuevo cristiano solía tener muchos momentos de comunión con Dios que no podría describir con palabras. No con poca frecuencia estos encuentros parecían terminar con una impresión en mi mente semejante a esta: "vete, y no le digas a nadie". En ese tiempo no entendía el por qué, y en muchas ocasiones no le puse cuidado a esta instrucción, sino que traté de decirle a mis hermanos cristianos acerca de lo que el Señor me había comunicado, o de los momentos de comunión que había tenido con Él. Sin embargo pronto entendí que no debía decirles a mis hermanos lo que sucedía entre mi alma y el Señor. Ellos no podían entenderlo. Se veían sorprendidos y algunas veces, según creo, incrédulos. Pronto aprendí a quedarme callado acerca de estas manifestaciones divinas, o a decir muy poco acerca de ellas.

Solía pasar una gran parte del tiempo orando, a veces, creo yo, "orando sin cesar". Descubrí que esto era muy beneficioso, y me sentí muy inclinado a tener frecuentemente días de ayuno privado. En esos días buscaba estar enteramente a solas con Dios, y por lo general me internaba en el bosque, o iba a la casa de reunión, o a otro lugar en donde pudiera estar completamente a solas. Algunas veces seguí un curso equivocado en el ayuno, e intenté examinarme a mi mismo de acuerdo a las ideas de autoexaminación que tenían mi ministro y la iglesia. Trataba de mirar dentro de mi corazón, es decir, de examinar mis sentimientos; y de llevar mi atención particularmente a mis motivos y al estado de mi mente. Cuando seguía este curso sentía que invariablemente el día terminaba sin haber hecho ningún progreso notable. Luego pude ver con claridad porque sucedía esto. Al desviar mi atención del Señor Jesucristo, como yo lo hacía y llevarla a mi interior para examinar mis motivos y mis sentimientos, provocaba que, por supuesto, todos mis sentimientos disminuyeran. Sin embargo, cuando ayunaba y le permitía al Espíritu poner el curso, y me entregaba a su guía y a su instrucción, esto resultaba grandemente provechoso. Descubría que me era imposible vivir sin disfrutar la presencia de Dios; y si en algún momento una racha de oscuridad venía sobre mí, no podía descansar, no podía estudiar, no podía hacerme cargo de algo sin sentir la más pobre de las satisfacciones y de los provechos, hasta que nuevamente mi alma recuperaba su conexión con Dios.

Siempre me había gustado mucho mi profesión. Pero, como ya dije, una vez que me convertí todo lo relacionado con ella era para mí se veía opaco, y ya no encontraba satisfacción al atender un negocio jurídico. Me hicieron muchísimas e insistentes invitaciones para dirigir demandas legales, a las cuales me negué de manera uniforme. No me atrevía a confiar en mí mismo en medio de la emoción de la impugnación de una demanda, y más allá de esto, el negocio de dirigir las controversias de otros me parecía en sí mismo odioso y desagradable.

Durante esos primeros días de mi experiencia cristiana, el Señor me enseñó muchas verdades importantes con respecto al Espíritu de oración. No mucho después de mi conversión, una dama con quien me había hospedado--aunque no estaba hospedado con ella en el momento del relato--estaba gravemente enferma. La dama no era cristiana, pero su esposo era profesor de religión. El esposo era, por cierto, hermano del licenciado Wright. Una tarde este hombre vino a nuestra oficina y me dijo: "Mi esposa no pasará de esta noche". Esta frase fue como una flecha en mi corazón. Sentí en lo más hondo de mi corazón algo parecido a un calambre que vino sobre mí en forma de una carga que me aplastaba y como un espasmo interno, cuya naturaleza no puedo explicar, pero que trajo consigo un intenso deseo de orar por aquella mujer. La carga era tan tremenda que casi inmediatamente dejé la oficina y me dirigí a la casa de reunión a orar. Allí me esforcé, pero sin poder decir mayor cosa. Solo podía gemir con tan altos y profundos gemidos que me hubieran sido imposibles, de no haber tenido tan terrible presión en mi mente. Permanecí por un tiempo considerable en la iglesia, en este estado y sin haber logrado alivio. Regresé a la oficina, pero no podía quedarme quieto. Solo podía recorrer la habitación y agonizar. Regresé nuevamente a la casa de reunión y pasé por el mismo proceso de lucha. Por algún tiempo traté de elevar mi oración delante del Señor, sin embargo las palabras parecían no poder expresarla. Solo podía gemir y llorar, sin ser capaz de expresar lo que quería en palabras. Volví a la oficina, pero descubrí que continuaba agitado; entonces regrese por tercera vez a la casa de reunión. Esta vez el Señor me dio poder para prevalecer. Él me dio la capacidad de entregarle mi carga; y obtuve la seguridad en mi mente de que aquella dama no moriría, y que de hecho no moriría en sus pecados. Volví a la oficina. Mi mente estaba perfectamente tranquila, y pronto me retiré a descansar. Temprano en la mañana el esposo de la mujer vino a la oficina. Le pregunté cómo estaba su esposa. Él, sonriendo, respondió: "está viva y todo parece indicar que está mejor esta mañana". Yo le dije: "hermano Wright, ella no morirá de esta enfermedad, descanse usted en ese hecho. Además, ella jamás morirá en sus pecados". No sé cómo podía estar tan seguro de eso, simplemente, de alguna manera lo tenía claro y dudaba de que ella se recuperaría. Le dije eso también. Ella se recuperó y pronto adquirió la esperanza en Cristo. Al principio no comprendí qué ejercicio mental era ese por el cual había pasado. Pero poco después, al narrar la experiencia a un hermano cristiano, él me dijo: "esos fueron los dolores de parto de tu alma". En una breve conversación me señalo ciertas escrituras para ayudarme a entender de qué se trataba.

Tuve una experiencia, poco después de estos sucesos, que ilustra la misma verdad. He hablado de una joven que era parte del grupo de jóvenes que yo frecuentaba que había permanecido inconversa. Ella era miembro del coro del cual yo era líder. Su situación atrajo una buena parte de mi atención, y había mucha conversación entre los cristianos con respecto al caso de esta dama. La joven tenía un encanto natural y había recibido mucha luz en cuanto a la religión, pero permanecía en sus pecados. Uno de los ancianos de la iglesia y yo acordamos en hacer de esta joven un tema diario de oración--presentando su caso continuamente delante del trono de la gracia mañana, tarde y noche, hasta que se hubiere convertido, hasta que muriera o hasta que nos fuera imposible sostener nuestro pacto. La oración por esta joven mantenía mi mente en gran ejercicio y esto fue aumentando más y más a medida que continuaba rogando por ella. Pronto descubrí que el anciano de la iglesia que había acordado conmigo en esto, estaba perdiendo su espíritu de oración por ella. Sin embargo, esto no me desanimó, sino que continué perseverando con una importunidad en ascenso. También aproveché cada oportunidad para hablar con ella clara e inquisitivamente con respecto de su salvación.

Después de continuar en esta manera por algún tiempo, una noche pasé por su casa justo cuando el sol estaba cayendo. Cuando llegué a la puerta escuché el grito de una voz femenina, forcejeo y confusión dentro de la vivienda. Me quedé parado y esperé a que cesara la pelea. La señora de la casa abrió la puerta. Tenía en la mano una porción de un libro que evidentemente había sido partido en dos. La mujer estaba pálida y agitada y me entregó la porción del libro que tenía en la mano y dijo: "Señor Finney ¿creerá usted que mi hermana se ha convertido en universalista?" La señora de la casa era, por cierto, la hermana de la joven por la cual estábamos orando. Al examinar el libro noté que era un texto escrito en defensa del universalismo. La señora había detectado a su hermana leyéndolo--algo que hacía en secreto--y trató de quitárselo y lo que yo había escuchado fue la pelea por el libro. Supe que me habían visto llegar a la puerta cuando la pelea se produjo. La joven había subido corriendo las escaleras con la parte del libro que había quedado en su mano. Después de haber recibido esta información en la puerta no quise entrar. El hecho me golpeó muchísimo, tal como me impactó el anuncio de que la dama enferma estaba a punto de morir. Estaba cargado de gran agonía. Cuando llegué a mi habitación, que estaba a alguna distancia de la casa, sentí casi como si tambaleara bajo el peso de la carga que había en mi mente. Fui a mi cuarto y allí luché, gemí y agonicé, pero no podía plantear mi caso delante de Dios en palabras. Solo podía hacerlo con gemidos y lágrimas. Estaba tan impactado por el hecho de que la joven, en lugar de convertirse al cristianismo, se estuviera volviendo universalista que no lograba abrirme paso con mi fe para agarrarme de Dios con respecto a su caso.

Me parecía que algo oscuro colgaba sobre la cuestión y que una pared se había levantado entre Dios y yo, con respecto a la salvación de esa joven mujer. Aún con esto, el Espíritu de oración se batía dentro de mí con gemidos indecibles. De cualquier modo, fui obligado a retirarme esa noche sin haber prevalecido. Sin embargo, a penas brilló la mañana me desperté, y mi primer pensamiento fue buscar al Dios de la gracia en favor de la joven. Inmediatamente me levanté y me puse de rodillas. Tan pronto estuve en mis rodillas la oscuridad cedió, y todo el asunto se abrió en mi mente e inmediatamente levanté mi ruego, Dios dijo: "¡Sí! ¡S!". Si me hubiera hablado en una voz audible, ese "¡sí! ¡Sí!" no hubiera sido tan distintivamente comprendido y escuchado como el que fue hablado en mi alma. Este "sí" alivió en seguida toda mi solicitud. Al instante mi mente fue llena de la paz y el gozo más grandes; y tuve completa certeza en mi mente de que su salvación estaba asegurada.

Sin embargo, hice una inferencia equivocada con respecto al tiempo, que por cierto, no fue algo que llegara a mi mente en el momento de mi oración. Yo esperaba que la joven se convirtiera inmediatamente, sin embargo no fue así. Ella continuó en sus pecados por varios meses. En su momento tendré oportunidad de hablar acerca de su conversión. De cualquier modo, en el momento me sentí decepcionado al no ver que se convirtiera inmediatamente; y tenía cierta duda de realmente haber prevalecido para con Dios a su favor.

Poco después de mi conversión, el hombre con quien había estado interno por algún tiempo se encontraba experimentando una profunda convicción de pecado. Él era un magistrado y uno de los hombres más importantes del lugar y además había sido electo miembro de la legislatura del estado. Yo oraba a diario por él y le urgía a entregarle su corazón a Dios. Su convicción se hizo muy honda, pero aún así, día tras día difería su sumisión, y no obtenía la esperanza en Cristo. Mi solicitud por él aumentaba. Cierta tarde, varios de sus amigos políticos mantuvieron una reunión prolongada con él. Al caer la tarde de ese mismo día intenté nuevamente presentar su caso delante de Dios, puesto que la urgencia por la salvación de este hombre era grande en mi mente. En mi oración me había acercado mucho a Dios. No recuerdo haber gozado jamás de tal intimidad con el Señor Jesucristo como durante ese tiempo. De hecho, su presencia era tan real que me bañaba con lágrimas de gozo, de gratitud y de amor. Estando en este estado mental intenté orar por mi amigo, mas al momento de hacerlo mi boca fue cerrada. Me resultó imposible orar si quiera una palabra a su favor. Parecía que el Señor me estuviera diciendo: "No; no voy a escuchar". Una angustia se apoderó de mi mente. Al principio pensé que se trataba de una tentación. Sin embargo sentía que Dios me estaba cerrado la puerta en la cara. Era como si el Señor me estuviera diciendo: "No me hables más del asunto". Esto me dolió más allá de lo que es posible expresar. No sabía que hacer. A la mañana siguiente vi a mi amigo en cuestión e inmediatamente toqué el tema de su sumisión a Dios. Él me respondió: "Señor Finney, no quiero saber más del tema hasta mi regreso de la legislatura. Estoy comprometido con mis amigos políticos para llevar a cabo ciertas medidas en la legislatura que son incompatibles con mi inmediata conversión al cristianismo; y he prometido que no atenderé este tema hasta que haya regresado de Albania."

Desde el momento de mi ejercicio de oración la noche anterior ya no tenía Espíritu de oración por él y tan pronto como él me dijo lo que había resuelto, entendí lo que había sucedido. Su convicción se había ido, y el Espíritu de Dios le había dejado. A partir de entonces se volvió más indiferente y endurecido que nunca. Cuando llegó el momento fue a la legislatura y regresó en la primavera convertido en un universalista casi demente. Digo casi demente, porque en ves de haberse formado una opinión en base a la evidencia o al curso de un argumento, me dijo lo siguiente: "He llegado a esta conclusión, no porque haya encontrado tal enseñanza en la Biblia, sino porque la doctrina del universalismo es totalmente contraria a la mente carnal. Es una doctrina generalmente tan rechazada y objetada, como para probar que resulta detestable para la mente carnal o inconversa". Esto fue sorprendente para mí. Todo lo demás que pude obtener de él fue tan loco y absurdo como eso. El permaneció en sus pecados y finalmente calló en decadencia, y murió como un hombre arruinado y en plena fe en su universalismo, según me fue dicho. 

 

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