The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 23

 

LABORES Y AVIVAMIENTOS EN LA CIUDAD DE NUEVA YORK EN 1832 Y MÁS TARDE

 

El señor Lewis Tapan, junto a otros hermanos cristianos, rentó el Teatro de la Calle Chatman y lo acondicionó para que sirviera como iglesia y como un lugar en el cual diferentes sociedades de caridad pudieran celebrar sus aniversarios. Estos hermanos me solicitaron pastorear la Segunda Iglesia Presbiteriana Libre y acepté. Dejé Boston en abril y comencé mis labores en aquel tiempo en dicho teatro. El Espíritu del Señor se derramó de inmediato sobre nosotros y tuvimos un extenso avivamiento durante aquella primavera y aquel verano.

Cuando estábamos más o menos a mitad del verano la epidemia del cólera apareció por primera vez en Nueva York. Corría el verano de 1832. Muchos cristianos abandonaron la ciudad y se retiraron al campo. Se produjo gran pánico. El cólera fue muy severo en aquel verano, más de lo que había sido jamás, y resultó especialmente mortal en el sector de la ciudad en el cual me encontraba residiendo. Recuerdo haber contado desde la puerta de nuestra casa cinco carrozas fúnebres estacionadas al mismo tiempo en diferentes domicilios a la vista, listas para llevarse a los muertos. Permanecí en Nueva York casi hasta la última parte del verano, incapaz de abandonar la ciudad cuando la mortandad era tan grande. Sin embargo, noté que la influencia de la peste estaba minando mi salud, por lo que casi al final del verano me retiré al campo por dos o tres semanas. A mi regreso fui establecido como pastor de la iglesia. Fue durante el servicio de establecimiento que caí enfermo. Inmediatamente al llegar a casa fue notorio que me había infectado con el cólera. El caballero que vivía en la casa de alado cayó enfermo a la misma hora de la noche y antes de la mañana ya había fallecido. Yo, sin embargo, me recuperé, pero los medios usados en mi recuperación fueron de un impacto muy fuerte para mi organismo, y de esto me tomó mucho tiempo restablecerme. Con todo, al acercarse la primavera ya estaba en capacidad de predicar. Invité a un par de hermanos del ministerio para que me ayudaran a sostener una serie de reuniones. Nos alternábamos. Uno predicaba una noche, y el otro la siguiente, y así sucesivamente. Durante dos o tres semanas lo logrado fue muy poco. Noté que esa no era la forma de promover un avivamiento en aquel lugar, por lo que renuncié a celebrar las reuniones de esa manera.

En el siguiente Sabbat cité a la gente a las predicaciones que yo mismo daría todos los días de la semana. Enseguida comenzó el avivamiento y se volvió muy poderoso. Continué predicando durante veinte noches seguidas, además de la predicación del Sabbat. Uno de los ancianos, que se había dedicado a visitar a la gente preocupada por sus almas, elaboró un cuaderno en el cual anotaba el nombre de las personas que a todas luces habían quedado convertidas a Cristo. Para este tiempo mi salud realmente no estaba lo suficientemente fortalecida como para predicar cada noche, y después de aquellos veinte días de predicación sucesiva suspendí aquel sistema de labores. El Padre Smith--ese era el nombre del anciano--aseguró que quinientas personas habían quedado convertidas como resultado de aquella intensa jornada de predicaciones. Esto hizo que nuestra iglesia creciera tanto que pronto se envió una colonia para empezar una nueva iglesia. Para ésta se erigió un edificio en la esquina de las calles Madison y Catherine.

La obra continuó avanzando de manera impresionante. Manteníamos reuniones de información una o dos veces por semana--y en ocasiones más veces--y descubríamos que cada semana se reportaba un buen número de conversiones. La iglesia era un pueblo trabajador y de oración. Estaban unidos y después de haber sido bien instruidos acerca de las labores para la conversión de los pecadores, se convirtieron en la iglesia de Cristo más devota y eficiente. Salían por todos lados y esquinas y traían a la gente para que escuchara la predicación. Tanto hombres como mujeres se involucraron en esta obra. Cuando deseábamos comunicar acerca de una reunión extra, se repartían de casa en casa pequeños trozos de papel en los que se imprimía una invitación para asistir a los servicios. Esto lo hacían los miembros de la iglesia, quienes salían en todas direcciones, especialmente en el sector de la ciudad en la que se encontraba la Capilla de la calle Chatman, como se le conoció al antiguo teatro en aquel entonces. Gracias a la distribución de estos papeles, y a la invitación oral hecha a todo con el que se tuviera oportunidad de hablar, la casa se llenaba todas las noches de la semana. Las damas de nuestra iglesia no tenían temor de ir alrededor del barrio y reunir a toda clase de gente para llevarlas a las reuniones. Era algo nuevo en aquella parte de la ciudad el tener servicios religiosos en aquel teatro y no las escenas que se acostumbraba presentar en él. Cuando el teatro quedó transformado en iglesia se lo conoció, como ya dije, como la capilla de la calle Chatman.

Había tres salones, uno encima del otro, que se conectaban con el frente del teatro. Estos eran salones grandes y amplios que se acondicionaron para nuestras reuniones de oración y para la enseñanza. Se dijo que estas habitaciones se habían usado para muy viles propósitos durante el tiempo en el cual el edificio había operado como teatro, mas ahora estos salones se habían acondicionado para nuestros propósitos y resultaron sumamente convenientes. Había tres niveles de galerías y los salones se conectaban a sendos niveles. Instruí a los miembros de la iglesia para que se esparcieran por toda la casa, tuvieran los ojos abiertos e identificaran a aquellos que estuvieran visiblemente afectados por la predicación y para que, de ser posible, les detuvieran después de la prédica para conversar y orar con ellos. Se mantuvieron fieles a estas direcciones y en todas las reuniones estaban pendientes para ver sobre quién había tenido efecto la Palabra de Dios. Gracias a esto se aseguró la conversión de muchas almas. Los miembros de la iglesia les invitaban a pasar a uno de los salones acondicionados para oración, escuela dominical y para la enseñanza, y una vez allí podíamos conversar y orar con ellos y cosechar los resultados de cada sermón. Los miembros se volvieron extremadamente eficientes en este aspecto, difícilmente hubiera podido desear mejores ayudantes a la hora de asegurar la conversión de los pecadores. La gente de la iglesia era sabia y realmente comprometida.

En este momento puedo recordar un caso que ilustra muy bien la manera en la cual los miembros operaban. La firma Naylor y Co., que para el momento era gran fabricante de cuchillos en Sheffield, Inglaterra, tenía una casa en Nueva York, y un socio comercial de apellido Hutchinson. El señor Hutchinson era un hombre mundano, había viajado mucho y había residido también en varias de las principales ciudades de Europa. Uno de los empleados de aquel establecimiento había estado asistiendo a nuestras reuniones, se había convertido y se encontraba en gran ansiedad por la salvación del señor Hutchinson. Por algún tiempo el joven dudó en pedirle que asistiera a las reuniones, pero finalmente se aventuró a hacerlo y para complacer la súplica ferviente que le había hecho su empleado, el señor Hutchinson vino a la iglesia. Se sentó junto al ancho pasillo, frente a donde se encontraba ubicado el señor Tappan. El señor Tappan pudo observar que durante el sermón aquel hombre manifestó un alto grado de emoción, y que además lucía inquieto, tanto que en varias ocasiones pareció que estuvo a punto de salir del edificio. Más tarde el mismo señor Hutchinson me reconoció que estuvo varias veces a punto de marcharse, pues se sentía muy afectado por el sermón. De cualquier modo, permaneció sentado hasta que se pronunció la bendición. El señor Tappan estaba pendiente de él y a penas terminó la bendición se apresuró al pasillo y se presentó, dijo que era socio de Arthur Tappan y Co., una firma bien conocida por todos en Nueva York. He tenido la oportunidad de escuchar al mismo señor Hutchinson narrar los hechos con gran emoción. Cuenta que el señor Tappan se le aproximó y le tomó con gentileza del borde de su abrigo, hablándole con mucha amabilidad y preguntándole si podía quedarse para orar y conversar. Trató de excusarse y salir, pero el señor Tappan fue muy inoportuno, y según el señor Hutchinson ha expresado: "se agarró firmemente de mi abrigo, y el peso de su halón, esa onza de peso en el borde de mi abrigo, fue el medio para la salvación de mi alma". La gente se retiró y el señor Hutchinson, junto a otros, fue persuadido a quedarse. De acuerdo a nuestra costumbre, mantuvimos una conversación profunda en la cual--o poco después de ella-- el señor Hutchinson quedó convertido y lleno de esperanza.

La primera vez que estuve en la Capilla de la calle Chatman les informé a los hermanos que no era mi intención llenar la casa con cristianos de otras iglesias, sino que mi objetivo era reunir a gente del mundo. Mi deseo era asegurar la conversión de los impíos hasta donde fuera posible. Por esta razón nos entregamos a la labor en favor de aquella clase de gente, y por la gracia de Dios, tuvimos gran éxito. Las conversiones se multiplicaron tanto y nuestra iglesia creció de tal manera, que se nos hizo necesario enviar una colonia. Cuando llegué nuestra iglesia era la segunda iglesia. Cuando dejé Nueva York, sino me equivoco, teníamos siete iglesias libres, cuyos miembros laboraban con todas sus fuerzas por la salvación de las almas. En su mayoría los miembros eran sostenidos por las recolecciones que se hacían cada sabbat, cuando se pasaban las cajas de recolección entre la gente. Si en algún momento se llegaba a tener alguna deficiencia en el tesoro que pudiera hacer imposible el pago de nuestros gastos, había un número de hermanos con posibilidades que inmediatamente estaban dispuestos a cubrir la carencia a sus propias expensas. Por esta razón nunca tuvimos la menor dificultad a la hora de suplir las necesidades económicas de la congregación.

Jamás conocí gente más harmoniosa, de oración y eficiente que aquellos miembros de las iglesias libres. No eran ricos, aunque sí había entre ellos algunos hombres que poseían propiedades. En general, los miembros de las iglesias pertenecían a la clase media y baja de Nueva York. Este había sido precisamente nuestro objetivo: predicar el Evangelio especialmente entre los pobres. Cuando llegué a Nueva York había ya llegado a una resolución en mi mente con respecto al asunto de la esclavitud, y estaba muy ansioso por llamar la atención del público al tema. Sin embargo, con todo esto, no me desvié para hacer del asunto un pasatiempo ni desvié a la gente de poner su atención en la obra de la salvación de las almas. Sin embargo, en mis oraciones y en mis prédicas aludí tanto a la esclavitud y la denuncié, que una considerable emoción surgió entre la gente.

Mientras laboraba en la calle Chatman se dieron algunos eventos relacionados con el presbiterio que condujeron a la formación de una Iglesia Congregacional y a mi oficialización como pastor de la misma. Se nos informó que un miembro que había llegado a nosotros de una de las antiguas iglesias había cometido un crimen por el cual debía de ser disciplinado. Supuse que como habíamos sido engañados cuando le recibimos en la congregación-- pues el tal hombre nos fue recomendado como un miembro de buena reputación--y que al parecer el crimen había sido cometido antes de que dejara su antigua iglesia, que era la responsabilidad de aquella iglesia el disciplinarle y que el crimen estaba fuera de nuestra jurisdicción. Este asunto se trajo ante el Tercer Presbiterio de Nueva York, al cual, para entonces, yo pertenecía. Este presbiterio decidió que el hombre estaba bajo nuestra jurisdicción y que nos correspondía a nosotros aplicar la disciplina. Así lo hicimos. Sin embargo, poco después surgió el caso de una dama que llegó también de una de las antiguas iglesias para unirse a nuestra congregación. Descubrimos que esta mujer había cometido un crimen antes de unirse a nuestra iglesia por el cual también necesitaba ser disciplinada. De acuerdo con la decisión del presbiterio en el caso anterior procedimos a aplicar el castigo y la excomulgamos. La dama apeló la decisión ante el presbiterio. En esa ocasión el presbiterio decidió que el crimen no se había cometido en nuestra jurisdicción y sentenció de forma totalmente opuesta a su dictamen anterior. Protesté y les dije que no sabía cómo actuar, pues ambos casos eran muy similares, pero que las decisiones que habían tomado en cada uno de ellos eran completamente inconsistentes y opuestas la una de la otra. El Doctor Cox respondió que el presbiterio no se gobernaría por sus propios precedentes ni por ningún otro, y continuó su discurso en una forma tan cálida e insistente que los demás miembros del presbiterio concordaron con él. Les dije que no podíamos entendernos de esa manera, pues ellos no estaban dispuestos a obrar de acuerdo con sus propias decisiones, y esto nos dejaba sin saber cómo actuar.

Poco después surgió la cuestión de construir el Tabernáculo en Broadway. Los hombres que lo construyeron, y los miembros líderes que conformaban la iglesia de aquel lugar, edificaron la obra con el entendimiento de que yo debería de ser su pastor y formaron una Iglesia Congregacional. Me separé entonces del presbiterio y me convertí en el pastor de aquella Iglesia. Debí de haber dicho anteriormente que en mi segundo o tercer año de labores en la calle Chatman fui obligado a ausentarme y a realizar un viaje por mar. Llegué hasta el Mediterráneo en un pequeño bergantín en medio del invierno. Tuvimos una travesía muy tormentosa, mi camarote era muy pequeño y en sentido general me encontraba muy incómodo. Realmente el viaje no hizo mucho para mejorar mi salud. Pasé algunas semanas en Malta y en Sicilia. Estuve ausente unos seis meses. A mi regreso encontré que había mucha emoción en Nueva York. Los miembros de mi iglesia, junto a los abolicionistas de Nueva York, habían realizado una reunión el cuatro de Julio y se había hecho un discurso acerca de la esclavitud. Esto había excitado una turba, que a su vez, fue el inicio de una serie de turbas que se extendieron en muchas direcciones, en todo lugar y cada vez que se realizaba una reunión en contra de la esclavitud y se deban discursos en contra de aquella abominable institución. Con todo esto, continué con mis labores en la calle Chatman. La obra de Dios inmediatamente revivió a mi regreso y continuó avanzando en medio de mucho interés y mucha gente se convertía en casi todas--o en todas--las reuniones.

De este modo continué mis labores en la calle Chatman y la iglesia continuó floreciendo y extendiendo su influencia y sus labores en todas direcciones hasta que el Tabernáculo de la calle Broadway quedó concluido. Yo diseñé el plano del interior de la casa. Había observado los defectos en las iglesias con respecto al sonido y estaba seguro de que podía proporcionar un plano para una iglesia en la cual me fuera sencillo hablar a una congregación mucho más grande que cualquiera a las que había predicado en cualquier casa. Se consultó a un arquitecto, a quien le entregué el plano. Este arquitecto objetó que no se vería bien y que temía que el construir una iglesia con semejante interior fuera de prejuicio para su reputación. Con todo eso insistí en mi idea y le dije que si no estaba dispuesto a construir en base a ese plano, entonces él no era en absoluto el hombre requerido para supervisar la construcción. Finalmente la obra se levantó de acuerdo a mis ideas y resultó en el lugar, de aquella capacidad, más espacioso, cómodo y confortable para hablar que jamás hubiera visto.

En relación con esto debo relatar los orígenes del New York Evangelist. En la primera ocasión en la que estuve en la ciudad de Nueva York, y aún antes de visitar la ciudad, el New York Observer, administrado por el Doctor Morse, estaba envuelto en la controversia originada por la oposición del señor Nettleton a los avivamientos del centro de Nueva York. El Doctor Morse apoyaba el curso del señor Nettleton y se rehusaba a publicar nada del lado contrario. Cualquier cosa que el señor Nettleton o sus amigos escribieran, el señor Morse lo publicaba en el New York Observer; pero por el contrario, si alguno de mis amigos, o de los amigos de aquellos avivamientos escribía una réplica, no estaba dispuesto a concederles el espacio. Estando así las cosas, los amigos de aquellos avivamientos no contaban con un órgano por medio del cual pudieran comunicarse con el público y corregir las malas interpretaciones. El Juez Jonas Platt, de la Corte Suprema, que vivía para entonces en Nueva York, era mi amigo personal. Su hijo y su hija se habían convertido en el avivamiento de Utica. Los amigos de los avivamientos se habían tomado considerables molestias para poder tener una voz en el debate en cuestión, sin embargo, todo era en vano: el New York Observer no estaba dispuesto a publicar nada que proviniera de nuestro lado. Un buen día el Juez Plan encontró pegada en la tapa de uno de sus viejos libros de leyes una carta escrita por uno de los pastores de Nueva York en contra de las labores de Whitefield, de la época en la cual el evangelista se encontraba en nuestro país. Aquella carta le impactó tanto al Juez Platt, pues reflejaba de tan buena manera la oposición hecha por el señor Nettleton, que la envió al New York Observer deseando que se la publicara como una curiosidad literaria, pues había sido escrita casi cien años atrás. El señor Morse se negó a publicarla, diciendo como razón para su negativa que la gente podría interpretarla como un paralelo a la oposición del señor Nettleton. Después de haber esperado por cierto tiempo, algunos de los amigos de los avivamientos de Nueva York se reunieron y hablaron acerca de establecer un periódico que tratara aquellas cuestiones con justicia. Finalmente concretaron la idea. Yo les asistí en la publicación del primer volumen, en el cual invitaban tanto a ministros como a laicos a considerar y discutir ciertas cuestiones teológicas, además de otras cuestiones relacionadas a los mejores medios para la promoción de la religión.

El primer editor de ese periódico fue un señor de apellido Saxton, un hombre joven que había trabajado por un buen tiempo con el señor Nettleton, pero que estaba en fuerte desacuerdo con el curso que había tomado en su oposición a lo que él había denominado "los avivamientos del oeste". Este joven continuó como editor por cerca de un año, y logró discutir con considerable habilidad muchas de las cuestiones que se habían propuesto para el debate. El periódico cambió de editores dos o tres veces en el curso de muchos años, hasta que finalmente el Reverendo Joshua Leavitt fue invitado y aceptó el cargo. Desde entonces, como todos conocen, ha sido y es un editor capaz. Enseguida el periódico alcanzó extensa circulación y probó ser un medio por el cual los entonces amigos de los avivamientos podían comunicarle sus pensamientos al público. Ya he hablado acerca de la construcción del Tabernáculo y de la emoción que se produjo en Nueva York por el tema de la esclavitud. Cuando el Tabernáculo estaba en proceso de finalización, con las paredes ya levantadas, el techo colocado y se estaba trabajando en el interior, empezó a circular la historia de que este Tabernáculo iba a ser "una Iglesia Amalgama", en la cual la gente de color y la gente blanca iba a ser obligada a sentarse junta, promiscuamente mezclada por toda la casa. Esa era la impresión en la mente del público de Nueva York. Aquel reporte produjo mucha agitación y alguien le prendió fuego al edificio. Los bomberos estaban en tal estado mental que se rehusaron a apagarlo y dejaron que se consumiera el techo y el interior. Con todo esto los caballeros que se habían dado a la tarea de construirlo continuaron con la obra y la completaron.

A medida que la emoción acerca del tema de la esclavitud aumentaba, el hermano Leavitt expuso la causa de los esclavos y abogó por ella en el New York Evangelist. Yo observé la discusión con mucha atención y ansiedad. Sin embargo, en este periodo mi salud decayó y me vi en la obligación, como ya lo dije antes, de tomar un viaje por mar. Cuando partí le advertí al hermano Leavitt tener cuidado y no ir demasiado a prisa en la discusión de la postura anti-esclavista, no vaya a ser que fuera a destruir su periódico. Regresé seis meses después habiendo mejorado escasamente en mi salud. En el trayecto de regreso mi mente estaba inquieta con respecto a los avivamientos. Temía que declinaran en todo el país y que la oposición levantada en contra de los mismos hubiera llegado a contristar al Espíritu Santo. Me parecía que mi salud estaba por quebrantarse--o que de hecho se había quebrantado ya por completo--y no conocía de otro evangelista que pudiera encargarse de ese campo de labores y ayudar a los pastores en la obra. Esta perspectiva del tema angustiaba mi mente de tal modo que un día descubrí que me era imposible descansar. Mi alma estaba en la más terrible de las agonías. Pasé la mayor parte del día en mi camarote en oración o caminando en la cubierta en tal agonía que me restregaba las manos y por así decirlo, casi me mordía la lengua del dolor que me producía ver el estado de las cosas. Me sentía aniquilado por la carga que pesaba sobre mi alma. No había nadie a bordo con quien pudiera abrir mi mente o decir palabra al respecto.

Era el Espíritu de oración que estaba sobre mí; que ya antes había experimentado de tal modo, pero quizás nunca en tal grado por tanto tiempo. Busqué al Señor para que continuara con su obra, y para que se proveyera de los instrumentos que fueran necesarios. Aquel era un día largo de verano, de los primeros días de Julio. Después de un día de indecible lucha y agonía en mi alma, justo al llegar la noche, el asunto se clarificó en mi mente. El Espíritu me guió a pensar que todo saldría bien y que Dios tenía todavía trabajo para mí; que debía descansar acerca del tema y que Dios avanzaría su obra y me daría la fuerza para tomar parte en lo que él deseaba hacer. Sin embargo, no tenía ni la menor idea del curso que tomaría la providencia. Cuando arribé a Nueva York me encontré, como ya he dicho, con aquella turba encendida por el tema de la esclavitud. Pasé un día o dos en Nueva York y luego fui a un lugar en el campo en donde mi familia estaba pasando el verano. Cuando regresé a la ciudad, en el otoño, el hermano Leavitt me abordó y me dijo: "Hermano Finney, he arruinado el periódico. No fui prudente y cauto como usted me había advertido, y me adelanté tanto a la inteligencia y a los sentimientos del público con respecto al tema que nuestra lista de subscriptores está menguando rápidamente. No podremos continuar con la publicación después del primero de enero, a menos que usted pueda hacer algo para que el periódico vuelva a tener el favor del público". Le dije que mi salud estaba en tal mal estado que no sabía que podría hacer, pero que sin embargo oraría al respecto. Me dijo que no dudaba de que si yo escribía una serie de artículos acerca de los avivamientos, el periódico volvería a la gracia del público de inmediato. Después de considerar el asunto durante un día o dos, le propuse predicarle a mi gente un curso de enseñanzas acerca de los avivamientos de la religión, para que él reportara acerca del suceso en el periódico. Enseguida aceptó la idea y dijo: "¡Eso es lo propio que hay que hacer!" En el siguiente número del The New York Evangelist se promocionó el curso. Esto tuvo el efecto deseado y poco tiempo después el señor Leavitt me dijo que la lista de suscriptores estaba aumentando con rapidez, y estirando los brazos añadió: "recibo tantas suscripciones al día que podría llenar mis brazos con los diarios que tendría que repartirles". Anteriormente me había dicho que las suscripciones estaban decayendo en un promedio de sesenta por día. Sin embargo, ahora afirmaba que aumentaban con mayor rapidez de lo que habían estado disminuyendo.

Empecé con el curso de enseñanzas de inmediato y continué con el mismo hasta el invierno, predicando una vez por semana. El hermano Leavitt no podía escribir en taquigrafía, sino que se sentaba a tomar notas, abreviando lo escrito de tal manera que pudiera entenderlo más tarde, y luego, al día siguiente, completaba sus notas y las enviaba a la imprenta. Yo no veía su reporte sino hasta que se publicaba en el periódico. Por supuesto yo no escribía las enseñanzas, sino que eran totalmente improvisadas. No decidía con anterioridad acerca de qué iba hablar, sino hasta que veía el reporte de la última clase del hermano Leavitt. Cuando veía su reportaje entonces podía ver cuál era la siguiente cuestión que naturalmente necesitaba ser discutida. Los reportes del hermano Leavitt eran escasos en cuanto al contenido de las enseñanzas. Si mal no recuerdo, por lo general estas clases duraban hora tres cuartos, más lo que de ellas el hermano Leavitt capturaba y reportaba podía leerse en unos treinta minutos.

Estas enseñanzas fueron luego publicadas en un libro llamado "Enseñanzas de Finney acerca del Avivamiento". Se vendieron doce mil copias tan pronto estuvo impreso. En este punto, para la gloria de Dios, debo añadir que este libro se ha reimpreso en Inglaterra y Francia, además se lo tradujo al galés, y en el continente se lo tradujo a también al francés, y si mal no recuerdo al alemán. El libro circuló extensamente a lo largo de Europa y de las colonias de Gran Bretaña. Presumo que puede ser hallado en todas partes en donde se hable el inglés o el francés. Después de la traducción del libro al Galés, los ministros congregacionalistas del principado de Gales señalaron, en una de sus reuniones públicas, un comité para informarme acerca del gran avivamiento que se había producido como resultado de la traducción de esas enseñanzas a su idioma. Este comité cumplió con su cometido informándome el asunto por medio de una carta. Un editor de Londres me informó que su padre había publicado ocho mil volúmenes del libro. Este libro está estereotipado en Inglaterra, y creo también que en el continente. Desconozco en cuántos idiomas ha sido traducido. Menciono este particular porque lo considero una respuesta a la oración. Estas enseñanzas acerca del avivamiento, a pesar de ser tan resumidas como el reporte de ellas en el periódico, y tan endebles en sí mismas, resultaron ser instrumentales para la promoción de los avivamientos de la religión en Inglaterra, Escocia y Gales, como también en varios lugares del continente, como en el este y oeste de Canadá, en Nueva Escocia, y en algunas de las islas, y como ya dije, a lo largo de las colonias británicas y sus dependencias.

Cada vez que he visitado Inglaterra y Escocia, he recibido refrigerio al conocer a pastores y laicos, en gran número, que llegaron a convertirse directa o indirectamente gracias estas enseñanzas. Recuerdo que en mi última visita, cierta noche, tres muy reconocidos ministros del evangelio se presentaron ante mí después del sermón, y me dijeron que en su tiempo de universidad habían echado mano de aquellas enseñanzas y que como resultado se habían convertido en ministros. En Inglaterra encontré personas de todas las diferentes denominaciones, que no solo habían leído las enseñanzas, sino que también habían sido grandemente bendecidas al hacerlo. Cuando las enseñanzas se publicaron por primera vez en el New York Evangelist, su lectura resultó en avivamientos de la religión en una multitud de lugares de este país. Esto puede sonar ególatra, pero debe el lector recordar mi terrible agonía en el mar, aquel largo día de angustia en el cual estuve orando a Dios, pidiéndole que hiciera algo para continuar la obra del avivamiento y para que me capacitara, si ese era su deseo, para tomar el curso que él determinara y así ayudar al progreso de la obra. En aquel tiempo tuve la certeza de que mis oraciones serían respondidas; y he considerado que toda la obra de avivamiento que he estado en capacidad de realizar, y todos los resultados de las predicaciones y la publicación de aquellas enseñanzas, junto a todo lo demás que ha podido hacerse a favor de la Sión de Dios, ha sido en un gran sentido la respuesta a mis oraciones de aquel día. Siempre ha sido mi experiencia que después de un día o de una temporada de gran tribulación en mi alma por cualquier motivo, si persigo el tema y continuo con mis ruegos hasta prevalecer y hasta que mi alma ha quedado en reposo, Dios en respuesta no solo me da lo que he pedido, sino muchísimo más de todo lo que en aquel momento estaba en mi mente. Dios ha continuado respondiendo a mis oraciones realizadas en aquel viaje por más de treinta años.

Nadie más que yo puede apreciar la forma maravillosa en la que aquella terrible agonía de mi alma encontró respuesta divina en aquella ocasión. Realmente el Espíritu Santo intercedía por mí. La oración no era propiamente mía, sino del Espíritu Santo y no se debía a ninguna justicia mía o a merecimiento alguno de mi parte. El Espíritu de oración vino sobre mí como una gracia soberana, derramada sobre mí sin tener yo mérito alguno y a pesar de toda mi pecaminosidad. El Espíritu presionó mi alma en oración hasta que pude prevalecer, y a través de las infinitas riquezas de la Gracia de Jesucristo, por muchos años he podido ser testigo de los maravillosos resultados de aquel día de lucha con Dios. En respuesta a mi agonía de aquel día, Dios ha continuado dándome el Espíritu de oración.

Tan pronto volví a Nueva York comencé mis labores en el Tabernáculo. El Espíritu del Señor se derramó sobre nosotros y tuvimos preciosos y continuos avivamientos todo el tiempo que fui pastor en aquella iglesia. Mientras estuve en Nueva York recibí muchas aplicaciones de jóvenes solicitándome ser mis estudiantes y para que les diera algunas de mis perspectivas teológicas. Realmente tenía demasiado trabajo como para aceptar aquella tarea. Sin embargo, los hombres que habían construido el Tabernáculo habían preparado un salón bajo la orquesta que esperábamos usar para reuniones de oración, pero en particular, como salón para enseñanza teológica. El número de aplicaciones era tal que me decidí a ofrecer un curso de enseñanzas teológicas en aquel salón cada año, para recibir a los estudiantes que deseaban recibir la enseñanza de forma gratuita. Sin embargo, por este época, y antes de que abriera mis enseñanzas en Nueva York, tuvo lugar la ruptura en el Seminario Lane. Los detalles de estos sucesos son bien conocidos y no ameritan ser narrados en esta obra. Cuando esto tuvo lugar el hermano Arthur Tappan me propuso que me fuera al oeste, a un lugar que me permitiera tener acceso a aquellos jóvenes que habían dejado el Seminario Lane para ir al ministerio. Me propuso que si yo estaba dispuesto a partir hacia el oeste y alojarme en un lugar en donde pudiera instruir a aquellos jóvenes y darles mis perspectivas en teología para prepararles para la obra de predicación a lo largo del territorio occidental, él pagaría las cuentas y se haría cargo de todos los gastos de aquella empresa. El hermano Tappan fue muy insistente en su solicitud. Con todo esto yo no sabía cómo dejar Nueva York, y más aún, no sabía cómo cumplir con los deseos del señor Tappan, pese a que simpatizaba fuertemente con su interés de ayudar a aquellos jóvenes. La mayoría de aquellos jóvenes, sino casi todos, se habían convertido en aquellos grandes avivamientos en los cuales yo había tenido más o menos parte.

Mientras este tema estaba bajo consideración, el Reverendo J.J. Shipherd, junto al Reverendo Asa Mahan, de Cincinnati, hicieron su arribo a Nueva York con la intención de persuadirme para que fuera a Oberlin en calidad de profesor de teología. El hermano Mahan había sido uno de los fideicomisarios del seminario teológico que había sufrido la división, cerca de Cincinnati. El hermano Shipherd había formado una colonia, y ya algunos de los enviados estaban en el territorio, en Oberlin; y habían obtenido un título de una propiedad lo suficientemente grande como para una universidad, con todo esto para aquel entones se le había dado el nombre corporativo de "Instituto Colegial Oberlin". El hermano Mahan nunca había estado en Oberlin. Los árboles habían sido removidos de la plaza pública, algunas casas de madera se habían construido, y en la temporada previa ya habían tenido algunos eruditos y habían abierto el departamento de preparatoria--o el departamento académico--de la institución.

La propuesta que me hicieron fue la de ir, tomar a aquellos estudiantes que habían abandonado el Seminario Lane y enseñarles teología. Aquellos mismos estudiantes habían propuesto asistir a Oberlin si es que yo aceptaba prepararles. Esta propuesta estaba de acuerdo con las perspectivas de los hermanos Arthur y Lewis Tappan, y con muchos de los amigos de los esclavos que simpatizaban con el señor Tappan en su deseo de que aquellos jóvenes fueran instruidos y llegaran al ministerio lo antes posible. Consultamos mucho acerca del asunto. Los hermanos de Nueva York que estaban interesados en la cuestión se ofrecieron a, si yo estaba dispuesto a pasar la mitad de cada año en Oberlin, dotar a la institución del fondo para el profesorado necesario y hacerlo de manera inmediata. Yo tenía entendido que los fideicomisarios del Seminario Lane habían actuado por encima del cuerpo de profesores y que en la ausencia de varios de ellos habían aprobado aquella detestable resolución que provocó que los estudiantes se retiraran. Por esta razón le dije al hermano Shipherd--pues él era la persona con la que estaba tratando--que solo iría a Oberlin si los fideicomisarios concedieran dos proposiciones. La primera era que los fideicomisarios nunca intervinieran con las regulaciones internas de la escuela, sino que por completo las dejaran a la discreción de la facultad. La segunda era que se le permitiera la entrada a la gente de color bajo las mismas condiciones con las que se admitía a la gente blanca, y que no hubiera ninguna discriminación por causa del color, y que esta cuestión también debía de estar por completo bajo la jurisdicción de la facultad. Cuando se llevaron estas condiciones a Oberlin los fideicomisarios fueron citados a una reunión en la cual lucharon mucho para vencer sus propios prejuicios y los prejuicios de la comunidad, y para pasar una resolución que cumpliera con las condiciones que me permitirían ser parte de la facultad. Una vez la dificultad quedó removida, los amigos en Nueva York se reunieron para ver como harían para dotar a la institución. En el transcurso de una hora o dos habían llenado ya una subscripción para financiar ocho cátedras, que se suponía era todo lo que la institución requeriría por varios años, en cuanto a profesores.

Sin embargo, estas subscripciones se habían establecido de tal forma que cuando se presentó la gran crisis comercial en 1837, casi todos aquellos hombres, los subscritores, nos fallaron y nuestro fondo para la financiación de las cátedras se vino abajo. En todo caso, después de que se suscribió aquel fondo mi mente se encontró reacia a renunciar a aquel admirable lugar para predicar el evangelio, a aquel Tabernáculo que siempre se llenaba a capacidad cuando predicaba. También sentía la seguridad de que en esta empresa tendríamos que afrontar mucha oposición proveniente de muchas fuentes. Fue por esto que le dije al hermano Arthur Tappan que mi mente no estaba tranquila en cuanto al asunto, que íbamos a encontrarnos con gran oposición por todos lados a causa de nuestros principios opuestos a la esclavitud, y que solo podíamos esperar fondos muy limitados para levantar nuestros edificios, utensilios y toda la parafernalia necesaria en un colegio. Deseábamos tener una biblioteca, utensilios, etcétera, pero no teníamos nada. Le dije que nosotros éramos lo que se conocía como la Nueva Escuela en teología; que éramos gente de avivamiento y que creíamos en impulsar medidas para el avivamiento a dónde quiera que fuéramos. Y que, por lo tanto, no veía con claridad que mi camino a seguir fuera el comprometerme con la causa, a menos que se garantizaran los fondos indispensables.

El corazón del hermano Arthur Tappan era tan grande como Nueva York, y hasta podría decir tan grande como el mundo. Era un hombre de pequeña estatura, pero de un corazón poderoso. Cuando presenté el caso ante él, me dijo: "Hermano Finney, con motivo de esta ocasión le diré que mis ingresos son de cien mil dólares al año. Ahora, si usted de verdad va ir a Oberlin, eche mano de la obra y vaya y asegúrese de que se levanten los edificios y que se provean de una Biblioteca y de todo lo demás. Le prometo darle todos mis ingresos, con excepción de lo que necesite para mi familia, hasta que hayan salido de las necesidades económicas". Teniendo total confianza en el hermano Tappan, le dije: "Eso haré hasta que las dificultades se hayan despejado del camino". Pero aún con esto tenía muchas dificultades para dejar mi iglesia en Nueva York. Jamás pensé permitir que mis labores en Oberlin interfirieran con mis labores de avivamiento y con la predicación. Por esto hicimos el acuerdo mi iglesia y yo de que pasaría mis inviernos con ellos y mis veranos en Oberlin, que ellos se harían cargo de los gastos de mi ir y venir, que iría a Oberlin en Abril y regresaría a Nueva York en Noviembre, cada año. Una vez acordado esto, tomé a mi familia y llegué a Oberlin en el mes de Mayo.

 

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