The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 22

UN NUEVO AVIVAMIENTO EN AUBURN, NUEVA YORK

En mi última temporada en Rochester mi salud decayó. Estaba agotado. Supe más tarde que incluso algunos de los médicos principales de la ciudad se habían convencido de que predicaría nunca más. Cuando estaba por cerrar mis labores en Rochester el Reverendo doctor Wisner, de Itaca, llegó a la ciudad a pasar un tiempo, para ser testigo de la obra y para ayudar al avance de la misma. En tanto, yo reEnbí muchas invitaciones para ir a muchos lugares. Entre las invitaciones recibidas estaba la del doctor Nott, presidente del Colegio de Columbia, en la que se me urgía a ir a laborar con él para, ser posible, asegurar la conversión de sus numerosos estudiantes. Decidí aceptar su solicitud y de acuerdo con esto, en compañía del Doctor Wisner y de Josiah Bisell, de quien ya he hablado, partí en un carruaje público en la primavera de ese año, época en la cual el camino era muy malo. Dejé a mi esposa y a mi hijo en Rochester, pues el trayecto era demasiado peligroso y el viaje en extremo fatigador para ellos. Cuando arribamos a Geneva, el doctor Wisner insistió que fuera a casa con él para descansar un poco. No acepté y le dije que debía continuar con mi labor. Sin embargo, me insistió mucho hasta que finalmente me dijo que los médicos de Rochester le habían dicho que me llevara a casa, pues iba a morir. Le aseguraron que ya no trabajaría en más avivamientos, pues había enfermado de Tisis y me quedaba poco tiempo de vida. Le dije que ya me habían dicho eso antes, pero que se había tratado de un error. Que los doctores no entendían mi caso; que solamente estaba fatigado y que con un poco de descanso volvería a ponerme bien.

Finalmente, el doctor Wisner renunció a su importunidad, y avanzamos hasta Auburn. El trayecto era tan malo que en ocasiones el carruaje no podía avanzar más de dos millas cada hora, y nos había tomado dos o tres días ir de Rochester a Auburn. Como tenía muchos amigos entrañables en Auburn, y también estaba muy fatigado, decidí detenerme allí para descansar hasta la llegada del próximo transporte. Mi boleto estaba pago hasta Schenectady, pero me era posible detenerme por un día o más si así lo quería, y tomar luego el siguiente carruaje. Me detuve en casa del hermano Theodore Spencer, uno de los hijos del Jefe de Justicia Spencer de aquel estado. Este hermano era un cristiano ferviente y un amigo muy querido, razón por la que fui a su casa y no a un hotel, decidido a descansar allí hasta la llegada del próximo transporte.

En la mañana, después de haber dormido tranquilamente por algún tiempo en casa del hermano Spencer, me levanté y me estaba preparando para tomar el carruaje que se esperaba más adelante en el día, cuando un caballero fue a verme con una petición firmada por aquel gran número de hombres influyentes que resistieron el avivamiento de Auburn de 1826, de los que ya he hablado, en donde me solicitaban que me quedara en el pueblo. Estos sucesos que narro sucedieron en la primavera de 1831. En 1826, cuando el doctor Lansing estaba en el lugar, estos hombres se determinaron en contra del avivamiento y llevaron su oposición al punto de separase de la congregación del doctor Lansing para formar una nueva. En el intervalo, el doctor Lansing fue solicitado en otro campo de labores, y el reverendo Josiah Hopkins, de Vermont, fue establecido como pastor de la Primera Iglesia en lugar del doctor Lansing. Esta petición a la que me refiero, aquellos hombres me hacían un serio llamamiento para que me quedara en el lugar y laborara a favor de su salvación. Estaba firmada por una larga lista de hombres inconversos, la mayoría de ellos se destacaban por ser ciudadanos prominentes. Esto me impactó mucho. En el documento hablaban de la oposición que habían levantado en el pasado en contra de mis labores, y me pedían que ignorara aquel mal e hiciera un alto para predicarles el evangelio.

La petición no provino del pastor ni de su iglesia, sino de aquellos que anteriormente lideraron la oposición a la obra de 1826. Sin embargo, el pastor y los miembros de su iglesia me insistieron con toda su influencia para que permaneciera en Auburn y cumpliera con la solicitud de aquellos hombres. El pastor y la iglesia parecían estar tan sorprendidos como yo con su cambio de actitud. Me retiré a mi habitación y le presenté el asunto a Dios. Pronto mi mente llegó a la decisión de lo que debía de hacer. Le dije al pastor y a sus ancianos que estaba sumamente fatigado, casi consumido; pero que me quedaría bajo ciertas condiciones. Predicaría dos veces en el Sabbat y dos tardes a la semana, y ellos tendrían la responsabilidad de tomar en sus manos todo el resto de las labores. Les dije que no debían esperar que acudiera a ninguna otra reunión, sino solo aquellas en las que estaría predicando, y que ellos estarían encargados de instruir a los interesados y conducir las reuniones de oración, además de cualquier otro tipo de reuniones. Yo sabía que ellos entendían cómo trabajar con pecadores y que podía muy bien confiarles aquella parte de la obra. También estipulé que ninguno de ellos ni de su gente debería visitarme en mi alojamiento, excepto en casos extremos, pues me era necesario tener mis días y tardes de descanso&emdash;exceptuando, claro está, los domingos y las tardes de predicación. En el Sabbat se ofrecían tres servicios de predicación, uno de los cuales estaba a cargo del hermano Hopkins. Me parece que yo predicaba en las mañanas y en las noches, y él en las tardes.

La Palabra tuvo efecto inmediato. En el primer o en el segundo Sabbat por la noche vi que la Palabra estaba tomando tanto poder que al cierre le hice un llamado a aquellos que ya habían tomado una decisión por Dios en sus mentes para que pasaran al frente, renunciaran públicamente a sus pecados y se entregaran a Cristo. Para mi gran sorpresa y para la sorpresa del pastor y de muchos miembros, el primer hombre al que vi aproximarse, y de hecho liderar a los otros, era aquel que había conducido e influenciado más que nadie la oposición al avivamiento de 1826. Este hombre se apresuró a llegar al frente seguido por un gran número de personas que habían firmado el papel. Aquella noche se hizo tal demostración, que una emoción general recorrió el lugar.

He hablado anteriormente del Reverendo Abel Clary, de aquel hombre de mucha oración durante mi tiempo en Rochester. Clary tenía un hermano médico que vivía en Auburn. Creo que fue en el segundo Sabbat que observé en medio de la congregación el rostro solemne de este Reverendo. Lucía como si estuviera consumido con una agonía de oración. Siendo su amigo cercano, y conociendo también el gran don de Dios que reposaba sobre él, es decir, aquel Espíritu de oración, me alegró mucho verle. Estaba sentado en el banco junto a su hermano el médico, quien era también profesor de religión, pero que según tengo entendido no sabía nada por experiencia acerca del gran poder que tenía su hermano para con Dios. En el intermedio, tan pronto bajé del púlpito, Abel y su hermano el médico se encontraron conmigo en las escaleras del púlpito. El doctor me invitó a ir a casa con él para pasar el intermedio y tomar unos refrigerios. Así lo hice.

Al arribar a la casa fuimos llamados a la mesa de comedor y ya reunidos allí el doctor Clary se volvió hacia su hermano y le dijo: "Hermano Abel, ¿podrías hacer la bendición?" Abel bajó la cabeza y empezó a orar por la bendición audiblemente, pero después de la primera o de la segunda frase se quebrantó, de inmediato se levantó de la mesa y huyó a su habitación. El doctor asumió que se había sentido súbitamente enfermo, y se levantó a seguirle. Después de pocos momentos volvió a la mesa y dijo: "Señor Finney, el hermano Abel desea verle". Respondí: "¿Qué le aflige?". "No lo sé"&emdash;dijo el médico&emdash;"pero dice que usted lo sabe. Parece estar en gran angustia, pero creo que es un estado mental". Lo entendí al momento y me puse de pie y fui a verle a su habitación. Abel Clay se encontraba en una de sus temporadas de angustia en su alma. Yacía sobre la cama gimiendo y moviéndose de un lado al otro; el Espíritu estaba haciendo intercesión por él y en él con gemidos indecibles. Con esto quiero decir que sus deseos eran demasiado grandes como para ser expresados en palabras. Sus gemidos podían escucharse en toda la casa. A penas había yo entrado a su habitación cuando escuché que logró decir: "Ore, hermano Finney". Me arrodillé y le ayudé a orar, guiando su alma en su derramamiento por la conversión de los pecadores. Continué orando hasta que su angustia pasó y pude retornar a la mesa. Me parece que el hermano Clary no volvió a la mesa, y si no me equivoco creo que no volví a hablar con él aquel día. Entendí que esa había sido la voz de Dios. Pude ver el Espíritu de oración sobre él, y sentí también su influencia sobre mí y me sentí confiado de que la obra en el lugar sería poderosa, como en efecto lo fue.

Me parece, aunque no estoy del todo seguro, que todos los hombres que firmaron aquel documento&emdash;una larga lista de nombres&emdash;se convirtieron durante aquel avivamiento. Hace pocos años el doctor Steel, de Auburn, me escribió preguntándome si había conservado aquel documento, pues deseaba saber, según me dijo, si ciertamente todos los firmantes se habían convertido en aquel entonces. El documento se había extraviado, y aunque es probable que lo tuviera traspapelado entre mis numerosos papeles y cartas y pudiera encontrarle luego, no pude satisfacer sus dudas en aquel momento. Sin embargo, de esto estoy seguro, que casi todos, sino todos aquellos hombres se convirtieron, y creo que desde entonces se han contando entre los cristianos más fervientes y útiles de aquella ciudad.

En aquel tiempo permanecí en Auburn durante seis Sabbats, predicando, como ya he dicho, dos veces en el Sabbat y dos veces durante la semana y dejando todo el resto de las labores al pastor y a los miembros de su iglesia. Allí, como en Rochester, hubo muy poca o ninguna oposición declarada. Los ministros y los cristianos tomaron posesión de la obra, y todo quien se había determinado a trabajar encontró suficiente que hacer, al igual que éxito en sus labores. El pastor me dijo más adelante que en aquellas seis semanas en las que permanecí con ellos, quinientas almas fueron convertidas. Los medios utilizados fueron los mismos que empleé en Rochester. En este avivamiento no hubo visos de fanatismo, y hasta donde sé, tampoco se dio nada que pudiera lamentarse. Este avivamiento pareció ser tan solo una ola de influencia divina que alcanzó Auburn y que provino del centro de Rochester, desde donde había salido una influencia poderosa que recorrió el territorio a lo largo y a lo ancho.

Casi al cierre de mis labores hizo su arribo al lugar un mensajero proveniente de Buffalo que traía una petición urgente en la que se me solicitaba fuera a visitar aquella ciudad. Si no me equivoco, Auburn está a la misma distancia de Rochester hacia el este, que Buffalo al oeste. Este avivamiento de Rochester había preparado el camino para Auburn y para otros lugares de los alrededores, entre estos, Buffalo. El mensajero me informó que en Buffalo la obra ya había comenzado y unas pocas almas ya habían sido convertidas, sin embargo, sentían que hacían falta otros medios, además de los que ya tenían. Me insistieron tanto que salí de Auburn para tomar el mismo camino de regreso, y pasando por Rochester, llegué a Buffalo. Si no me equivoco pasé aproximadamente un mes en Buffalo, tiempo en el cual un gran número de personas llegaron a convertirse.

Al igual que en Auburn y en Rochester, la obra en Buffalo cobró su efecto, muy generalmente entre las clases altas. Me parece que entre los convertidos en esta ciudad se encuentra el Reverendo doctor Lord, quien para entonces era abogado. En esta época también se convirtió el señor Heacock, quien es el padre del Reverendo doctor Heacock de Buffalo. Hay muchas circunstancias relacionadas a su conversión que no podré olvidas jamás. Este señor Heacock era uno de los hombres más ricos e influyentes de la ciudad, y era también un hombre de buena moral externa, carácter honrado y un excelente ciudadano, pero con todo esto, era también un pecador impenitente. Su esposa era cristiana y por mucho tiempo había estado orando por él con la esperanza de que llegara a convertirse. Sin embargo, cuando empecé a predicar y a insistir en que el supuesto "no puedo" de los pecadores es realmente un "no estoy dispuesto", y que la dificultad a vencerse es la impiedad voluntaria de los pecadores, cuyas voluntades están por completo y voluntariamente indispuestas a convertirse a Cristo&emdash;el señor Heacock se reveló decididamente en contra de la enseñanza. Insistía que en su caso no era así; pues él estaba conciente de estar dispuesto a ser cristiano, y que de hecho, ya hacía mucho tiempo había estado dispuesto. Cuando su esposa me informó acerca de su posición, no lo excusé; sino que cada noche y de día en día me dediqué a cazarlo en sus trincheras, a responder todas sus objeciones y a confrontar todas sus excusas. Con esto su emoción crecía cada vez más. El señor Heacock tenía una voluntad fuerte y había declarado que no creía, y que no iba tampoco a creer, semejantes enseñanzas. Habló tanto en oposición a las enseñanzas como para, hasta cierto punto, atraer a hombres a quienes no les tenía simpatía alguna, y cuya única afinidad compartida era la oposición a la obra. Con todo esto no dejé de presionarle con cada sermón, de una forma u otra, con su falta de voluntad para convertirse en cristiano.

Después de su conversión me dijo que se sintió impresionado y avergonzado al saber que algunos burlones se habían refugiado en él y en su postura. Me dijo que una noche se sentó pasando el pasillo y justo al frente de un notorio escarnecedor, y que aquel hombre&emdash;a quien por cierto el señor Heacock no le tenía simpatía alguna en lo que a cualquier otro tema se refería&emdash; en repetidas ocasiones, mientras yo estaba predicando, le miraba y se sonreía, y le daba grandes señales de su camaradería en la oposición al avivamiento. Dijo que al descubrir esto su corazón se encendió con indignación y se dijo a sí mismo: "No voy a estar en gracias con esta clase de hombres; nada tendré que ver con ellos".

De cualquier modo, aquella misma noche al cierre de mi sermón, presioné tan fuertemente las conciencias de los pecadores, y les hice un llamado tan fuerte a que renunciaran a su oposición voluntaria y se vuelvan a Cristo, que el señor Heacock ya no pudo contenerse más. Tan pronto terminó la reunión, y haciendo algo que era contrario a su costumbre, empezó a resistir y a hablar en contra de lo que se había dicho aún antes de salir de la iglesia. Los pasillos estaban llenos y la gente empezó a rodearle por todos lados. Enunció, de hecho, algunas expresiones profanas, de las cuales su esposa me informó y comentándome que le habían perturbado mucho, pues sentía que la oposición de su esposo estaba a punto de contristar al Espíritu de Dios y de llevarle a perder su alma. Sin embargo, aquella noche el señor Peacock no logró conciliar el sueño. Más tarde él mismo me dijo que a penas pudo dormir en toda la noche. Su mente estaba tan excitada que se levantó tan pronto hubo algo de luz y salió de su casa para apartarse a una considerable distancia, en un bosque, no lejos de donde él tenía una obra de aguas a la cual llamaba "el hidráulicus". En aquel bosque se arrodilló a orar. Me dijo que durante la noche había sentido que debía de apartarse, para poder así hablar en voz alta y dejar salir la voz de su corazón, pues estaba agobiado por la conciencia de sus pecados más allá de lo que podía soportar. También sentía la necesidad de hacer las paces de inmediato con Dios. Sin embargo, para su sorpresa y mortificación, cuando se arrodilló e intentó orar se encontró con que su corazón no oraba. No tenía palabras; tampoco tenía deseos que pudiera expresar con palabras. Dijo que parecía como si su corazón estuviera tan duro como el mármol y que no tenía el más leve de los sentimientos con respecto al tema. Se quedó en sus rodillas decepcionado y confundido, y descubrió que aún si abría su boca para orar no había en él ninguna oración sincera que pudiera pronunciar.

Estando así se le ocurrió que tal vez podía pronunciar el Padre Nuestro y empezó diciendo: "Padre Nuestro, que estás en los cielos". Sin embargo, tan pronto pronunció estas palabras tuvo convicción de su hipocresía, al decir que Dios era su Padre. Dice que cuando pronunció la petición "santificado sea tu nombre" ésta casi le chocó. Vio que no era sincero y que sus palabras no expresaban el estado de su mente. Realmente no le interesaba que el nombre de Dios fuera santificado. Con todo esto continuó: "Venga a nosotros tu reino". Esa frase también le impactó y vio que no deseaba que viniera el reino de Dios y que era un hipócrita al decirlo, pues aquella frase no expresaba el verdadero deseo de su corazón. Luego vendría la petición: "hágase tu voluntad en la tierra así como en el cielo". Al decir esto, dice que su corazón se levantó en oposición y no podía siquiera pronunciar aquellas palabras. Allí estaba él, siendo confrontado cara a cara con la voluntad de Dios. Se le había dicho día tras día que la realidad era que se oponía a la voluntad de Dios; que no estaba dispuesto a aceptar la voluntad de Dios y que su oposición a Dios, a su Ley era voluntaria y que era también el único obstáculo en la vía a su conversión. Esta consideración era algo que él había resistido igual que un tigre. Sin embargo, allí estaba, en sus rodillas, con el Padre Nuestro en la boca y confrontado con la cuestión. Pudo ver entonces, con toda claridad, que lo que se le había dicho era la verdad; que no estaba dispuesto a que se hiciera la voluntad de Dios, y que la única razón por la que no estaba dispuesto, era porque no quería estarlo.

Fue entonces que toda la cuestión de su rebeldía, en su naturaleza y extensión, le fue presentada a su mente con tal fuerza que le estuvo claro que le costaría mucha dificultad rendir aquella oposición voluntaria delante de Dios. Dice que después de esto reunió todas las fuerzas de su voluntad y clamó en voz alta: "Que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo". Dijo que su clamor lo hizo perfectamente conciente de trasladar su voluntad a sus palabras, es decir, con su clamor declaraba también que aceptaba la voluntad de Dios; que su completa voluntad fuera hecha; que se rendía por completo delante de Dios; y que aceptaba a Cristo, tal y como él se ofrecía a sí mismo en el Evangelio. Renunció a sus pecados y abrazó la voluntad de Dios como la regla universal de su vida. Las palabras en su corazón fueron estas: "Señor, haz conmigo lo que bien te parezca. Que se haga tu voluntad en mí y en todas las criaturas de la tierra, tal como es hecha en el cielo". Dijo que oró en libertad y que tan pronto como rindió su voluntad, su corazón se derramó en un diluvio. La rebelión de su mente desapareció, sus sentimientos se tornaron a una gran calma, y una dulce paz parecía llenar su alma. Se levantó de sus rodillas y fue a su casa para contarle a su ansiosa esposa, que había estado orando por él sin descanso, lo que el Señor había hecho por su alma. También le confesó que había estado completamente equivocado en su oposición y totalmente engañado acerca de su disposición a ser cristiano. Desde ese momento se convirtió en un ferviente obrero en la promoción de la obra de Dios. La vida que llevó a continuación dio testimonio de la realidad de su cambio, y vivió y murió siendo un cristiano útil. Si no me equivoco en aquel tiempo también se convirtió el juez Wilkinson y muchos otros hombres prominentes y no pocas mujeres. Creo que en el mes de junio salí de Buffalo para visitar a mi suegro en Whitetown. Pase una parte del verano en un viaje de recreación, que tenía también el propósito de restaurar mi salud y mis fuerzas.

Temprano en el otoño de 1831 acepté la invitación de llevar a cabo lo que en aquel tiempo se conoció como "reunión prolongada" o, en otras palabras, una serie de reuniones, en Providence, Rhode Island. Trabajé, en general, con la iglesia que en aquel tiempo pastoreaba el Reverendo Doctor Wilson. Si no me equivoco, permanecí allí cerca de tres semanas sosteniendo reuniones cada noche y predicando tres veces durante el Sabbat. El Señor derramó su Espíritu sobre la gente inmediatamente y la obra de gracia comenzó y progresó de una forma muy interesante en aquel corto periodo que permanecí en aquella ciudad. Con todo esto, mi estadía fue demasiado corta como para asegurar una obra de gracias a nivel general&emdash;lo que sí ocurrió más tarde en la obra de 1842, cuando permanecí en Providence unos dos o tres meses. Los hechos particulares de aquella otra obra los relataré en su debido momento.

Muchas conversiones interesantes se dieron en aquel entonces, y muchos de los hombres que han sido de gran influencia cristiana en la ciudad hasta el día de hoy se convirtieron en aquel tiempo. Esto también se aplica a las damas. Muchas mujeres vivieron casos muy interesantes de conversión. Entre estos casos recuerdo con gran distinción la conversión de una joven, el mismo que a continuación relato brevemente. Había yo observado entre la congregación del Sabbat a una joven dama de gran belleza personal, que se sentaba en un banco junto a un joven, que supe después era su hermano. Esta joven tenía un aspecto muy intelectual y serio, y parecía poner atención a cada una de mis palabras con gran interés. Para entonces me alojaba en casa del hermano Josiah Chapin. Al partir de la iglesia hacia la casa del señor Chapin, observé a aquel joven y a la joven dama caminado en la misma calle. Se los señalé al hermano Chapin y le pregunté quiénes eran. Me informó que se trataba del señor y la señorita Ainsworth, que eran hermanos, y que a ella se la consideraba como la joven más hermosa de Providence. Le pregunté si ella era profesora de religión, y él respondió que no. Le dije que había notado a la dama seriamente impresionada y le pregunté si creía buena idea el visitarla y hablar con ella. El hermano Chapin respondió con desánimo, diciendo que pensaba que sería una pérdida de tiempo, y que probablemente no sería recibido con cortesía. Dijo que aquella joven era tratada con tanta delicadeza y halagos, y que su entorno era tal, que probablemente tenía muy poco interés en la salvación de su alma. Sin embargo, el hermano estaba equivocado, y yo había estado en lo cierto al suponer que el Espíritu de Dios estaba tratando con ella.

No fui a visitarla, mas pocos días después de haber hablado con el hermano Chapin, la joven fue a verme. La reconocí de inmediato, le invité a tomar asiento y le pregunté acerca del estado de su alma. Ella estaba bastante conciente, pero su verdadera convicción de pecado no estaba en el estado de madurez que yo esperaba y que consideraba necesario para que ella pudiera realmente llegar a aceptar inteligentemente la justicia de Cristo. Por esta razón pasé una o dos horas con ella&emdash;pues su visita se prolongó&emdash;tratando de mostrarle a depravación de su corazón. Le pregunté si no se consideraba orgullosa, vanidosa y si no poseía auto justicia. A todo esto ella respondió que no. Le hice muchas otras preguntas escrutadoras como esas. Le pregunté si había sido envidiosa, y respondió que no estaba conciente de haberlo sido. Luego le pregunté si había alguna otra joven entre sus amistades a la que considerara de mayor belleza que ella. Al principio se detuvo a meditar en la pregunta, pero había en ella un espíritu de candor que pronto la hizo reconocer que no conocía a ninguna otra dama que considerara de mayor belleza. Le pregunté si no se sentiría envidiosa o celosa si llegara a creer que había otra joven más bella que ella. Me respondió que creía que no. Le pregunté si sabía de alguna otra joven que fuera más agradable que ella. Me respondió que sabía al menos de una a quien ella consideraba más agradable que ella, pero que no estaba conciente de sentir ningún celo o envidia hacia ella. Le hice muchas preguntas semejantes con el propósito de obligarla a pensar y a reflexionar en esa dirección. Sus convicciones parecían ir madurando a medida que conversaba con ella. La joven fue profundizando en su seriedad a medida que le presentaba estas escrutadoras preguntas. Cuando le hube dicho todo lo que consideraba necesario para garantizar la madurez de su convicción bajo la influencia del Espíritu Santo, ella se levantó dejando ver un sentimiento de insatisfacción y se retiró. Me sentí confiado de que el Espíritu de Dios se había hecho cargo de su caso y de que lo que yo le había dicho no podría ser sacudido, sino que al contrario, aquellas palabras producirían la convicción que había procurado.

Dos o tres días después la joven me visitó nuevamente. Pude ver de inmediato que su espíritu estaba contrito. Tan pronto entró, tomó asiento y me abrió por completo su corazón. Con un gran candor me dijo: "Señor Finney, la primera vez que estuve aquí pensé que sus preguntas y su trato hacia mí fueron demasiado severos. Sin embargo, ahora puedo ver que soy todo lo que usted ha dicho"&emdash;y continuó diciendo&emdash;"De hecho, si no hubiera sido por mi orgullo y por estar preocupada por mi reputación, me hubiera convertido en la muchacha más perversa de Providencia. Puedo ver con claridad que me he restringido por el orgullo y por cuidar mi reputación, mas no por amor a Dios, a su ley o a su evangelio. Puedo ver que Dios ha usado ese orgullo y esa ambición para guardarme de mis desgraciadas iniquidades. Me han mimado y halagado, y he conservado mi dignidad y mantenido mi reputación solamente por motivos egoístas". Continuó de manera propia y espontánea, y me mostró que estaba en completa y permanente convicción. Sus emociones no estaban exacerbadas, sino en calma, y todo lo que decía, lo decía con el más alto grado de racionalidad. Con todo esto era también notorio que era de naturaleza ferviente, voluntad férrea y de un intelecto equilibrado, cultivado y poco común. De hecho, en aquel momento sentía que no había visto una conversión más interesante que la de ella. Después de haber conversado con ella por algún tiempo, y de darle la mayor cantidad de instrucción que me fue posible, nos arrodillamos delante del Señor en oración, y allí se entregó ella, en toda apariencia humana, sin reservas a Cristo. Estaba en tal estado mental que parecía que le era sencillo renunciar al mundo. Desde entonces siempre ha sido una cristiana muy interesante.

No muchos años después de su conversión se casó con un caballero adinerado de la ciudad de Nueva York. Durante muchos años no mantuve correspondencia directa con ella. Su esposo la introdujo a un círculo social en el cual yo no tenía amistades particulares; fue después de la muerte de su esposo que renové el contacto con ella. Desde entonces hemos sostenido mucha correspondencia cristiana y nunca me ha dejado de interesar su vida religiosa. Menciono su caso porque siempre lo he considerado como un maravilloso triunfo de la gracia de Dios sobre las fascinaciones del mundo. Es muy probable que no hubiera dama en aquel territorio que recibiera más halagos que ella, o que fuera más mimada y respetada, o más idolatrada por la sociedad. Sin embargo, la gracia de Dios es más fuerte que el mundo, y lo fue aún en este caso, en el cual toda suerte de fascinación mundana rodeaba a aquella mujer. Hasta donde sé ella nunca se ha desviado de su caminar en Cristo.

Mientras estaba en Providence, ministros y diáconos de varias iglesias congregacionalistas de Boston empezaron a agitar la cuestión de mi ida a aquella ciudad. Yo mismo no estaba conciente de lo que estaba sucediendo en aquel lugar. Sin embargo, el Doctor Wisner, quien entonces era pastor de la Iglesia de Old South, llegó a Providence para asistir a las reuniones. Supe después que había sido enviado por los ministros para "espiar la tierra y llevarles luego un reporte". Tuve varias conversaciones con el doctor Wisner, quien manifestó gran entusiasmo e interés en lo que vio y oyó en Providencia. En aquel tiempo en el cual nos visitó se dieron algunas conversiones muy impactantes.

La obra en Providence fue de especialmente escrutadora en respecto a los profesores de religión. Toda esperanza fue terriblemente conmovida, y hubo gran temblor en medio de los huesos secos de las diferentes iglesias. Tan terriblemente escrutado fue uno de los diáconos de una de las iglesias en cierta ocasión, que cuando descendí del púlpito aquel hombre me dijo: "Señor Finney, creo que no hay ni diez cristianos verdaderos en Providence. Todos estamos equivocados, hemos sido engañados". Durante aquel avivamiento el señor Josiah Chapin fue abundantemente bendecido. Él se convirtió alrededor de aquel tiempo, pero no recuerdo si fue justo antes o justo después de mi llegada. Entre otros caballeros que se convirtieron en aquel entonces recuerdo a un señor Barstow, quien desde entonces ha sido un prominente cristiano en la ciudad; también a un señor Green, que era cajero en uno de los bancos. Creo que el doctor Wisner quedó por completo convencido de que la obra era genuina y extensiva en aquel tiempo; y que no había nada de poco cristiano o deplorable de lo que pudieran haber quejas.

Pronto después de que el Doctor Wisner regresó a Boston recibí una solicitud por parte de los ministros de las iglesias congregacionalistas pidiéndome que fuera a esa ciudad a laborar. Para aquel tiempo el doctor Lyman Beecher era pastor de la Iglesia de la calle Bowdoin, y su hijo, Edward Beecher era el pastor, o el reemplazo del pastor, de la Iglesia de la calle Park. Un señor de apellido Green era pastor de la Iglesia en la calle Essex, pero al momento se encontraba en Europa por motivos de salud y su iglesia había quedado sin un reemplazo asignado. El Doctor Fay era pastor de la Iglesia Congregacionalista de Charleston, y el Doctor Jenks era pastor de la Iglesia Congregacionalista de la calle Green, de Boston. No recuerdo quiénes eran los pastores de las otras iglesias en aquel entonces.

Empecé mis labores predicando alrededor de las diferentes iglesias en el Sabbat, y en las noches de los días de semana predicaba en la calle Park. Pronto vi que la Palabra de Dios cobraba efecto y que el interés aumentaba día a día. De cualquier modo, percibí también que era necesario un fuerte escrutinio en medio de los cristianos profesos. Que yo supiera, entre ellos no había nada semejante a aquel espíritu de oración que había prevalecido en los avivamientos del oeste y de la ciudad de Nueva York. Parecía que en Boston había un tipo de religión particular, que no gozaba de la fuerza de fe a la que yo estaba acostumbrado a presenciar en Nueva York. Por esta razón empecé a predicar algunos sermones escrutadores dirigidos a los cristianos. De hecho, les dejé saber en el Sabbat que iba a predicar una serie de sermones para los cristianos en la calle Park, ciertos días de la semana. Sin embargo, pronto me di cuenta de que este tipo de sermones no eran para nada del agrado de los cristianos de Boston, eran algo a lo que no habían estado acostumbrados, por lo que la asistencia de la calle Park fue disminuyendo cada vez más, especialmente en aquellas noches en las cuales les predicaba a los cristianos profesos. Todo esto era nuevo para mí. Nunca había visto a cristianos profesos echarse para atrás, como en aquel tiempo en Boston, al recibir aquellos sermones. Una y otra vez escuchaba comentarios como estos: "¿Qué dirán los unitarios si semejantes cosas fueran ciertas de nosotros los cristianos ortodoxos?" "Si el señor Finney nos predica de esta manera, los Unitarios triunfarán sobre nosotros y dirán que los ortodoxos no son mejores cristianos que los unitarios". Era evidente que resistían mi trato llano. El Doctor Wisner me dejó saber enseguida que mi forma de tratar a los profesores de religión era totalmente opuesta a la del Doctor Beecher. Que el estándar del Doctor Beecher era muy bajo y que de hecho estaba dejando muy por debajo el estándar de piedad y de predicación de Oxford y con esto las puertas de la iglesia ortodoxas se había vuelto demasiado anchas. Me dijo que él sentía, y que de hecho ese era también el sentir de varios en Boston desde hacía algún tiempo, que el permitirle a la gente entrar a las iglesias bajo tan pobre estándar de predicación solo podía ocasionar un gran daño. Este era el sentir del Doctor Wisner, y creo yo también el que generalmente guardaba la gente ortodoxa. Supuse que esta era la razón por la cual mis sermones escrutadores habían sorprendido tanto&emdash;y hasta ofendido a una multitud de cristianos profesos. Sin embargo, a medida que la obra continuó avanzando las cosas cambiaron grandemente; y después de unas cuantas semanas los cristianos escuchaban las predicaciones escrutadoras y llegaron a apreciarlas mucho.

Descubrí en Boston, como en todos los demás lugares en dónde había estado, un método para tratar con los pecadores preocupados por sus almas que me producía mucho malestar. Usualmente sostenía reuniones para interesados junto al Doctor Beecher en el sótano de su iglesia. Una tarde, cuando teníamos una gran cantidad de asistentes y se percibía un sentimiento de gran inquietud y solemnidad en medio de los presentes, al cierre de la reunión y como era mi costumbre, hice un discurso en el que traté de indicarle a los presentes exactamente lo que el Señor requería de ellos. Mi objetivo era llevarles a renunciar a ellos mismos por completo y a entregar sus propias personas y todo lo que poseían a Cristo allí y en ese mismo momento. Traté de mostrarles que no eran sus propios dueños, sino que habían sido comprados por precio. También les señalé en qué sentido se esperaba que abandonaran todo lo que tenían para dárselo a Cristo, pues es él el verdadero dueño de todas las cosas. Dejé este punto tan claro como me fue posible y noté que la impresión en los oyentes era muy profunda.

Estaba a punto de pedirles que se pudieran de rodillas para presentarles al Señor en oración cuando el Doctor Beecher se puso en pie y les dijo: "No deben temer entregarle todo a Cristo, sus propiedades y todo lo que tienen, pues él se los devolverá". Sin hacer discriminación alguna en cuanto a la forma en la que debían de entregar sus posesiones o al sentido en el que el Señor les permitiría conservarlas, simplemente les exhortó a no tener temor de entregarlo todo, según se les había urgido a hacer, pues el Señor les daría todo de vuelta. Pude ver que estaba causando una impresión equivocada y me sentí agonizar. Noté que su lenguaje iba a causar una impresión totalmente opuesta a la verdad. Cuando terminó de hacer sus señalamientos, tan sabia y cuidadosamente como pude, les llevé a ver que en el sentido al que Dios se refería jamás les sería devuelto nada y que no debían de entretener la idea contraria. Traté de hacer mis comentarios de tal manera que no parecieran contradecir al Doctor Beecher, pero aún así mi intención era corregir la impresión que él había causado. Les dije que el Señor no requería que abandonaran sus posesiones, que renunciaran a sus negocios, a sus casas o a lo que tenían para nunca más volver a estas cosas. Les dije que más bien se trataba de renunciar a tener señorío sobre todo aquello, a entender y descubrir que nada les pertenecía, sino que todo es de Dios. Que nunca más debían de tratar estas cosas como pertenencias en lo que respecta a su posición para con Dios. Que en lo que concernía a los hombres, ellos eran dueños de sus cosas, pero que en cuanto a Dios, él esperaba que no consideren nada como propio, ni siquiera sus propias personas. Que por esta razón Dios requería que renunciaran a reclamar todo aquello, o cualquier otra cosa, en lo que concierne a su relación con él. Dije que los requerimientos de Dios eran absolutos y que el derecho que Dios tenía a ser dueño de sus personas y de todas las cosas estaba por encima del derecho de cualquier otro ser en el universo y que lo Dios pretende es que hagan uso de sus personas y de sus cosas para él y para su gloria. Les dije que jamás pensaran que tenían derecho a hacer uso de su tiempo, de sus fuerzas, de su sustancia, sus influencias, o de cualquier otra cosa que poseyeran como si fueran suyas, sino que entendieran que todo aquello le pertenece al Señor.

El Doctor Beecher no hizo objeción alguna a lo que dije, ni en ese momento ni más tarde, hasta donde sé. Es probable que su intención no fuera el decir algo inconsistente con lo que yo expresé, sin embargo, lo que dijo tenía el potencial de causar la impresión de que Dios les devolvería sus posesiones, en lo que concernía a la renuncia que habían hecho de sus cosas para entregárselas a Dios.

Creo que en aquel entonces los miembros de las iglesias ortodoxas de Boston aceptaron de forma general mis perspectivas sin cuestionarlas. Sé que así lo hizo el Doctor Beecher, pues él mismo me dijo que nunca había visto a un hombre con cuyas perspectivas teológicas estuviera tan de acuerdo como con las mías. Había, sin embargo, un punto en mi ortodoxia con el cual muchos estaban en desacuerdo en aquel entonces. Había un señor de apellido Rand, quien según creo publicaba entonces un periódico en Boston. Este señor escribió un artículo muy serio en contra de mis perspectivas acerca del tema de la agencia divina en la regeneración. Yo predicaba que la agencia divina era de enseñanza y persuasión, que la influencia era moral y no física. El Presidente Edwards creía lo contrario, y el señor Rand coincidía con el Presidente Edwards en afirmar que la agencia divina ejercida en la regeneración era física y que comprendía un cambio de la naturaleza y no un cambio en la actitud voluntaria y en las preferencias del alma. El señor Rand consideraba que mis perspectivas en el tema estaban muy fuera de lugar y escribió y publicó un artículo bastante severo en oposición a mis perspectivas cuando estuve en Boston. Había otros puntos de doctrina en los cuales también se concentró en forma crítica, como por ejemplo, en mis perspectivas acerca del carácter voluntario de la depravación moral, y la actividad del pecador en la regeneración. El Doctor Wisner escribió una respuesta a su artículo en el que justificaba mis perspectivas, con la excepción de aquellas que he mantenido en el tema de la persuasión o la influencia moral del Espíritu Santo. Para entonces el doctor Wisner no estaba preparado para enfrentarse al Presidente Edwards y a la perspectiva ortodoxa generalmente sostenida en Nueva Inglaterra, al afirmar que la intervención del Espíritu no era física, sino de carácter moral.

El Doctor Woods, de Andover, también publicó un artículo en uno de los periódicos&emdash;me parece que se publicó en Andover con el título "El Espíritu Santo, autor de la regeneración". Aunque creo yo que este era el título, de ninguna manera la intención era la de mostrar que la regeneración era obra de Dios. Citaba, por supuesto, la clase de Escrituras que afirman la intervención divina en la obra del cambio de corazón. No respondí por escrito a este artículo, pero en mi predicación dije que lo dicho en el mismo era solo una media verdad, que la Biblia aseguraba con claridad que la regeneración era obra del hombre, y cité aquellos pasajes que así lo afirman. Pablo decía de las iglesias que él las había engendrado&emdash;esto es, regenerado&emdash;y esta misma palabra usada como regeneración le es atribuida a Dios. Por lo tanto es fácil demostrar que Dios tiene oficio o agencia en la regeneración, y que su agencia es la de enseñar o persuadir, también es sencillo demostrar que el sujeto también tiene una agencia: que los actos de arrepentimiento, fe y amor son del individuo y que el Espíritu lo que hace es persuadirle a realizar estos actos por medio de la presentación de la verdad. Enseñé que la verdad era el instrumento; que el Espíritu Santo uno de los agentes; y que el predicador o algún otro ser humano inteligente era por lo general un agente designado que también cooperaba con la obra. En las discusiones que sostuvimos acerca del tema no puedo recordar que hubiera nada anticristiano, como tampoco hubo nada que pudiera haber contristado el Espíritu o producir alguna suerte de sentimientos poco fraternales en medio de los hermanos.

Después de haber pasado algunas semanas predicando en las diferentes congregaciones, estuve de acuerdo en suplir al señor Green en su iglesia de la calle Essex de forma estable por algún tiempo. Por esta razón concentré mis labores en aquel sector. Tuvimos una bendita obra de gracia y un gran número de personas se convirtieron en diferentes partes de la ciudad. De hecho, la obra se extendió más o menos a lo largo de toda la ciudad. Mi tercer hijo nació allí, durante aquel invierno. Yo me sentía fatigado, pues había laborado diez años como evangelista gozando solo de unos cuantos días o semanas de descanso durante todo aquel periodo. Los hermanos del ministerio eran hombres de verdad, se involucraron en la obra tan bien como pudieron, y laboraron con fidelidad y eficiencia para garantizar sus buenos resultados. Por este tiempo se formó una segunda Iglesia Libre en la ciudad de Nueva York. La iglesia del hermano Joel Parker, esto es la Primera Iglesia Libre, había crecido tanto que una colonia había salido de ella para formar la segunda iglesia, en la cual el Reverendo Señor Barrows, un antiguo profesor de Andover, ha estado predicando. Algunos dedicados hermanos de Nueva York me escribieron con la propuesta de rentar un teatro que sirviera como iglesia, con la condición de que fuera allá a predicar. Proponían conseguir el que para entonces se conocía como "El teatro de la calle Chatman", ubicado en el corazón de la población menos religiosa de Nueva York. Este teatro no estaba lejos de "Five Points", y era un lugar de entretenimiento de mala reputación en la ciudad. Le pertenecía a un hombre que estaba muy dispuesto a transformarlo en una iglesia. Para entonces mi familia había crecido tanto que no me era posible cargar con ellos de la mejor manera durante mis labores de evangelista, y mis fuerzas estaban exhaustas. Al orar y examinar el asunto profundamente, decidí aceptar la invitación de la Segunda Iglesia Libre y laborar por al menos un tiempo en Nueva York.

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