The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 18

 

AVIVAMIENTO EN WILMINGTON, DELAWARE

 

Mientras trabajaba en New Lebanon en el verano anterior, el reverendo Gilbert de Wilmington, Delaware, cuyo padre residía en New Lebanon, llegó de visita. Un incidente muy impactante, relacionado con un hermano de este señor Gilbert, había ocurrido durante aquel avivamiento. El hermano, que era impenitente, se llegó a sentir a tal extremo perturbado por el avivamiento que según tengo entendido, dejó el lugar afirmando que no regresaría hasta que la obra hubiera llegado a su fin. Había estado ausente por poco tiempo cuando se recibieron noticias de su muerte, que si la memoria no me falla, fue trágica. El señor Gilbert, en sus perspectivas teológicas, estaba muy ligado a la vieja escuela pero era un hombre bueno y muy apasionado. Su amor por las almas iba más allá de cualquier diferencia en cuestiones teológicas o de opiniones que pudieran existir entre él y yo. Él me había escuchado predicar en New Lebanon y había también visto los resultados; y se mostró muy ansioso por que fuera a trabajar con él aquel otoño a Wilmington, Delaware. Tan pronto como vi la forma de dejar Stephentown, partí a Wilmington y me ocupé en las labores con el hermano Gilbert.

Antes de terminar de hablar de Stephentown debo decir que tanto allí como en New Lebanon hice uso de los mismos medios que había estado usando, y que ningún otro método fue usado aparte de aquellos que empleé y que Dios bendijo a lo largo de todos los avivamientos del centro de Nueva York. El mismo Espíritu de oración poderosa y que prevalece se manifestó allí, la Palabra tuvo el mismo poder prodigioso impartido por el Espíritu Santo; y las conversiones fueron del mismo tipo. Los convertidos se mostraron claramente firmes, celosos y unidos. En ellos no se presentó heterodoxia ni tendencia de fanatismo o de nada objetable que pudiera percibirse. No supe que se hubiera hecho ninguna queja, en ningún momento, acerca de algo desastroso o fuera de orden en aquellos avivamientos. Los avivamientos fueron notoriamente puros y poderosos, y sus resultados duraderos. Si mal no recuerdo, en cierta ocasión recibí a cerca de doscientos convertidos en la comunión de la iglesia. Jamás olvidaré el interés que se dio en los jóvenes por aquella señorita Sackett de quien he hablado. Parecía que le tuvieran un afecto muy especial. Los jóvenes habían conocido que ella fue instrumental para que yo fuera a visitar el lugar, y supieron también de su pasión y de la forma en la que derramó su alma delante de Dios buscando su salvación. Se reunieron en torno a ella y se aferraron a ella de una forma muy cariñosa. La señorita Sackett era una joven sincera y de un corazón tan inocente como el de un niño. Sin embargo, quedó agotada. Su fuerza empezó a decaer, y si no me equivoco tan solo vivió unos cuantos meses más después del avivamiento. Por otro lado, como ya he dicho, partí hacia Wilmington, Delaware, en donde empecé a laborar con el hermano Gilbert y pronto descubrí que sus enseñanzas habían llevado a la iglesia a una posición en la que resultaba casi imposible promover un avivamiento entre la congregación, a menos que las perspectivas que habían abrazado fueran corregidas. Era como si tuvieran temor de hacer cualquier esfuerzo y así entrometerse en la obra de Dios. Tenían la más antiguas de las perspectivas de la doctrina de la vieja escuela; y en consecuencia su teoría era que Dios mismo convertiría los pecadores en su tiempo; y que por lo tanto, el urgirles al arrepentimiento inmediato, y en resumen, el tratar de promover avivamiento, era pretender hacer cristianos por medios y fuerza humana, y deshonrar a Dios, quitándole su trabajo. Observé también que en sus oraciones no había urgencia por el inmediato derramamiento del Espíritu, y por su puesto, esto también estaba de acuerdo con las perspectivas con las que habían sido instruidos.

Era evidente que nada podría hacerse a menos que las perspectivas del hermano Gilbert fueran corregidas en el tema. Por esta razón pasé horas cada día conversando con él acerca de sus peculiares perspectivas. Hablamos del tema siempre de forma fraternal y después de haber trabajado con él durante unas dos o tres semanas, vi que su mente ya estaba lista para que yo pudiera presentar mis perspectivas a su congregación. En el siguiente Sabbat cité mi texto: "Haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué habéis de morir?" Fui a lo largo del tema de la responsabilidad del pecador; y les mostré lo que no era un nuevo corazón, y lo que es en realidad. Prediqué por cerca de dos horas y no me senté hasta que terminé todo el tema, hablando tan rápido como me era posible, para poder abarcar el asunto en el tiempo que tenía disponible. La congregación estaba sumamente interesada, y un gran número de personas se pusieron de pie en todas partes de la casa. La casa estaba llena a capacidad y en medio de la asamblea había semblantes extraños. Algunos lucían ofendidos y disgustados, pero otros muy interesados. No con poca frecuencia, cada vez que contrasté con fuerza mis perspectivas con las de alguna congregación vi que algunos reían, que otros lloraban y que otros lucían notoriamente molestos; sin embargo, no recuerdo que nadie se hubiera marchado de la casa. Había en el ambiente una emoción extraña. Mientras esto sucedía, el hermano Gilbert se movía de un lado del asiento al otro detrás de mí. Podía escucharle respirar y suspirar y no pude evitar notar que él mismo estaba en medio de una gran ansiedad. Con todo esto, yo estaba seguro de que había logrado convencer al hermano Gilbert de que mis perspectivas eran las correctas, lo que no sabía era si su mente sería capaz de afrontar lo que su congregación pudiera decir. Mi predicación era para agradar a Dios y no a los hombres. En aquel momento pensé que esa sería la última vez que predicaría para aquella iglesia, pero aún con eso estaba resuelto a decirles la verdad, y les diría toda la verdad acerca del tema sin importar cuáles fueran los resultados.

Mis esfuerzos se enfocaron en mostrarles que si el hombre era tan incapaz de obedecer a Dios, como lo afirmaban sus perspectivas, era entonces imposible culparle por sus pecados. Si con la caída de Adán el ser humano perdió toda su capacidad de obedecer, entonces la obediencia era algo imposible--y esto no por algo que hubiera hecho el ser humano, o a lo que hubiera consentido, sino que fue el resultado de un acto de Adán--y es ridículo afirmar que el hombre es culpable de algo que no puede evitar. También me esforcé por mostrarles que en ese caso la expiación no tiene nada que ver con la gracia, sino que realmente se trata de una deuda que Dios tiene con el hombre por haberle puesto en una condición tan deplorable y desafortunada. De hecho, creo que el Señor me ayudó a mostrar con claridad irresistible los peculiares dogmas de la vieja escuela y sus inevitables resultados. Cuando terminé el sermón no llamé al hermano Gilbert para que orara, pues no me atreví a hacerlo; sino que yo mismo oré para que el Señor hiciera clara su Palabra, les permitiera entenderle y les diera una mente cándida para ponderar lo que se había dicho, además para que recibieran la verdad y desecharan todo lo erróneo. Luego despedí la asamblea y bajé las escaleras del púlpito, el hermano Gilbert me siguió. La congregación se retiró muy lentamente, y muchos en diferentes partes de la casa parecían estar como esperando algo. Los pasillos se despejaron enseguida, pero el resto de la congregación quedó en sus lugares y parecía estar esperando a que el hermano Gilbert dijera algo acerca de lo que habían escuchado. Pese a esto el hermano Gilbert salió en seguida para retirarse a su casa. Mientras yo bajaba las gradas del púlpito, observé a un par de damas sentadas a la mano derecha del pasillo por el cual me era necesario pasar, y quienes ya me habían sido presentadas. Yo sabía que estas damas eran amigas particulares del hermano Gilbert y también que le apoyaban. Noté que se veían en parte dolidas, en parte ofendidas, y grandemente asombradas. La primera dama que pasamos, la que estaba más cercana al púlpito, detuvo al hermano Gilbert, quien me seguía, y le dijo: "Señor Gilbert, ¿qué piensa usted de esto?". La mujer hizo su pregunta susurrando en voz alta. Él le respondió de la misma manera: "Creo que el mensaje que hemos recibido es digno de quinientos dólares". Esto me agradó y me conmovió mucho. La mujer le respondió: "Si es así entonces usted nunca ha predicado el Evangelio". "Bueno"--respondió el hermano Gilbert--"Lamento mucho admitir que nunca lo he hecho". Continuamos la marcha y la otra señora le hizo otro comentario acerca de lo mismo, y el hermano Gilbert le respondió de la misma forma. Eso fue suficiente para mí. Seguí hasta la puerta y salí. Muchas de las personas que ya habían salido estaban frente a la casa discutiendo vehementemente acerca de las cosas que había dicho. Mientras caminaba por las calles en dirección a la casa del señor Gilbert, en dónde me estaba alojando, me encontré con que estaban llenas de emoción y de discusión. La gente comparaba perspectivas, y por las cosas que escuché y por las oraciones que se les escaparon a quienes no se percataron de mi tránsito por el lugar, vi que decididamente la impresión del público estaba a favor de lo que había dicho.

Cuando llegué a la casa la esposa del señor Gilbert me abordó enseguida y me dijo: "Señor Finney, ¿cómo se ha atrevido a predicar tal cosa en nuestro púlpito?" Le respondí: "Señora Gilbert, no me hubiera atrevida a predicar nada más. Esa es la verdad de Dios". Ella añadió: "Bueno, es cierto que Dios estaba justamente obligado a hacer una expiación por la humanidad. Así siempre lo he sentido, aunque nunca me he atrevido a decirlo. Creo que si la doctrina predicada por el señor Gilbert es cierta, Dios está bajo la obligación, en lo que respecta a la justicia, de hacer una expiación para salvarme de aquellas circunstancias en las cuales me es imposible hacer algo por mí misma, y de una condenación que no merezco". Justo en ese momento entró el señor Gilbert. "¡Aquí lo tiene!"--dije--"Hermano Gilbert, vea los resultados de su predicación en su propia familia", y le repetí lo que su esposa acababa de decir. Él respondió: "En ocasiones he pensado que mi esposa es una de las mujeres más piadosas que he conocido: y en otros momentos he llegado a creer que no tiene religión alguna". "¡Lo ve!"--Exclamé--"Ella ha tenido la idea de que Dios le debe, que está obligado por la justicia a proveerle salvación en Cristo. ¿Cómo puede ser verdaderamente cristiana?" Estas cosas que dijimos, las dijimos con gran solemnidad y seriedad. Después de hacer mi último comentario, la mujer se puso de pie y salió de la habitación. La casa se sentía muy solemne y si no me equivoco por espacio de dos días no vi a la señora Gilbert. Cuando volvió a aparecer lucía clara, no solo con respecto a la verdad, sino también en el estado de su mente, luego de haber pasado por una completa revolución en sus perspectivas y su experiencia.

A partir de este punto la obra avanzó. La verdad fue impresa maravillosamente por el Espíritu Santo. Las perspectivas del hermano Gilbert se transformaron grandemente; lo mismo que su estilo y modo de predicar y su forma de presentar el Evangelio. Hasta lo que he sabido, hasta el día de su muerte mantuvo sus nuevas perspectivas y abrazó la nueva escuela, en contraste con las antiguas creencias de la vieja escuela que había mantenido antes. El efecto de este sermón sobre muchos de los miembros de la iglesia del señor Gilbert fue muy peculiar. He hablado de la dama que le preguntó al hermano Gilbert qué pensaba acerca de mi predicación. Más tarde esta mujer me dijo que se había sentido tan ofendida al pensar que sus perspectivas de la religión habían sido derribadas de tal manera, que se prometió a sí misma nunca más volver a orar. Ella había hecho el hábito de justificarse a sí misma con su naturaleza pecaminosa, y había guardado en su mente las ideas promovidas por el señor Gilbert, y cuando escuchó mi predicación al respecto no solo se alteraron sus perspectivas, sino también su religión y su todo. La mujer permaneció en ese estado de rebelión, si mal no recuerdo, por unas seis semanas, que fue cuando volvió a orar. Luego ella se quebrantó y quedó transformada tanto en sus ideas como en su experiencia religiosa. Creo que este también fue el caso de un gran número de los miembros de aquella iglesia.

Mientras tanto yo había sido persuadido de ir a predicar en la iglesia del hermano Patterson, en Filadelfia, dos veces a la semana. Para esto tomaba el barco a vapor, predicaba en la tarde y regresaba al día siguiente para predicar en Wilmington; así alternaba mi trabajo entre los dos lugares. En bote estas dos ciudades estaban como a cuarenta millas de distancia. La obra cobró tanto efecto en Filadelfia como para convencerme de que era mi deber dejar al hermano Gilbert para que continuara la obra en Wilmington bajo la dirección del Señor, mientras yo dedicaba todo mi tiempo a laborar en la gran ciudad de Filadelfia.

El hermano James Patterson, con quien trabajé en primera instancia en Filadelfia, sostenía las perspectivas teológicas del Seminario Teológico de Princeton, que se conocen como la teología de la vieja escuela presbiteriana. Pese a esto, el hermano Patterson era un hombre piadoso, y le interesaba mucho más la salvación de las almas que preguntas bonitas acerca de la habilidad o la inhabilidad del ser humano, o cualquier otro de los puntos en disputa entre la vieja y la nueva escuela presbiteriana. Su esposa sostenía las perspectivas teológicas de Nueva Inglaterra, esto es, creía en sentido general lo opuesto a la idea de una expiación restringida, y estaba de acuerdo con lo que se llamó la ortodoxia de Nueva Inglaterra, para diferenciarla de la ortodoxia de Princeton. El lector debe recordar que para aquel entonces yo mismo pertenecía a la iglesia presbiteriana. Yo había sido licenciado y ordenado por el presbiterio, que estaba compuesto en su mayoría por hombres que se habían educado en Princeton. Ya he relatado mis luchas con algunos de los miembros del presbiterio, en especial con mi maestro de teología, el reverendo George W. Gale. También he dicho que cuando se me licenció para la predicación del evangelio me preguntaron si había recibido la Confesión Presbiteriana de Fe como portadora de la substancia de la doctrina cristiana. Entonces respondí que la había recibido, según la entendí. Sin embargo, como entonces no esperaba que se me hicieran preguntas acerca de ella, nunca la había examinado con atención, y de hecho creo que nunca la había leído por completo. En mis controversias con el hermano Gale no habíamos hecho uso de una Confesión de Fe y para entonces yo creía que estaba combatiendo solo con las perspectivas de Princeton en algunos puntos. De cualquier modo, cuando leí la Confesión de Fe y la ponderé, vi que aunque me era posible recibirla como portadora de la substancia de la doctrina cristiana según se enseña en la Biblia, había varios puntos sobre los cuales no me era posible edificar como lo había hecho Princeton. De acuerdo con esto, en todas partes llevé a la gente a entender que no aceptaba esa edificación de la Confesión de Fe, y que de ninguna manera estaba de acuerdo con los puntos que habían resultado de la edificación de Princeton en base a la Confesión de Fe. Supuse que el hermano Patterson estaba claro con respecto a esto cuando fui a trabajar con él y que cuando tuviera que presentar ese curso en su púlpito no sería una sorpresa para él. Como lo esperaba, el hermano no tuvo objeción alguna.

El gran poder que cobró el avivamiento en su congregación, produjo en el hermano Patterson mucho interés; y cuando vio que Dios bendecía la Palabra, según yo la presentaba, se mantuvo firme junto a mí y en ningún momento objetó nada de lo que dije. En ocasiones, cuando regresábamos de las reuniones, la señora Patterson decía sonriendo: "Ya ve usted, señor Patterson, que el señor Finney no esta de acuerdo con usted en aquellos puntos sobre los que tanto hemos discutido". A esto el hermano Patterson siempre respondía en toda su fe y su amor cristiano: "Bueno, el Señor ha bendecido la Palabra". El interés en la gente creció tanto que todas las reuniones se llenaban al máximo. Cierto día el hermano Patterson me dijo: "Hermano Finney, si los ministros presbiterianos de la ciudad llegan a enterarse de sus perspectivas y de lo que le está predicando a la gente, van a emprender su caza hasta echarlo de la ciudad, tal como lo harían con un lobo". Le respondí: "No puedo evitarlo. No puedo predicar ninguna otra doctrina, y si es preciso que me echen de la ciudad, que lo hagan y que asuman la responsabilidad. Pero en realidad no creo que puedan echarme".

Con todo esto, los ministros no tomaron en lo absoluto el curso predicho por el hermano Patterson, sino más bien casi todos ellos me recibieron en sus púlpitos. Cuando estos pastores se enteraron de lo que estaba sucediendo en la iglesia del hermano Patterson, y que muchos de los miembros de sus iglesias estaban grandemente interesados y excitados, me invitaron a predicar. Si mal no recuerdo, prediqué en todas las iglesias presbiterianas, menos en la de la calle Arch. Se dieron muchos casos maravillosos de conversión relacionados al avivamiento en Filadelfia, y otros muchos de extrema amargura por parte de individuos que se oponían a él. Ya he dicho que me encontré con el señor Nettleton en Nueva York, en el otoño que siguió a la convención de New Lebanon, y que había llegado a esa ciudad para publicar sus cartas. Para entonces yo estaba de camino a Wilmington, y me había detenido unos pocos días en Nueva York para ver a mis amigos que vivían allí. El señor Nettleton, como me había dicho, publicó sus cartas, las cuales inmediatamente circularon en Filadelfia. Con esto, sin duda, se buscaba prevenir mis labores en la región. Supuse que en algunos momentos tendría que encontrarme con oposición alentada por aquellas cartas, sin embargo recuerdo que mas bien la reacción en la ciudad fue en contra del hermano Nettleton. Cuando la gente leía las misivas comentaban: "¡Vaya! Si el señor Finney está en un error, el señor Nettleton es el peor ofensor, pues por muchos años ha sostenido sus mismas perspectivas y usado sus mismos medios. ¿Por qué ahora le da por condenar el curso seguido por el señor Finney? Mejor escuchemos a Finney nosotros mismos".

En aquel tiempo Filadelfia estaba prácticamente unida en cuanto a las perspectivas sostenidas en Princeton. El reverendo doctor Skinner abrazaba hasta cierto punto lo que desde entonces se ha conocido como las perspectivas de la Nueva Escuela; y difería del tono teológico del lugar lo suficiente como para que las iglesias presbiterianas sospecharan que sus enseñanzas eran poco sólidas, esto en es el sentido en el cual interpretaban la ortodoxia. Siempre he considerado admirable el que, hasta donde sé, mi ortodoxia no resultó en piedra de tropiezo para la ciudad, y el que no haya sido cuestionada abiertamente por los ministros de las iglesias. Prediqué en la iglesia alemana para la congregación del doctor Livingston y descubrí que él simpatizaba con mis posturas y me animó con todas sus influencias a continuar predicando el mensaje que el Señor me había encomendado. No dude en ningún lugar u ocasión de presentar mis perspectivas teológicas, las mismas que he presentado en todas partes a las iglesias. El mismo hermano Patterson, según creo, estaba grandemente sorprendido de que no me haya encontrado con la oposición de los ministros en cuanto a mis posturas teológicas. De hecho, de ninguna manera las presenté en una forma controversial, sino que simplemente las expuse en mi instrucción a santos y a pecadores en una forma muy natural, para no provocar demasiada atención. Solo la atención de perspicaces teólogos pudo haberse exaltado. Con todo esto, muchas de las cosas que dije eran nuevas para la gente. Por ejemplo, una noche prediqué acerca del testo: "Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús hombre, quien se dio a sí mismo en rescate por todos, testimonio dado a su debido tiempo". Este sermón fue acerca de la Expiación, y en él presenté las perspectivas que siempre he sostenido acerca de su naturaleza y universalidad; y establecí tan firmemente como pude aquellos puntos de diferencia entre mis propias posturas y aquellas mantenidas por los teólogos de la Expiación limitada. El sermón atrajo tanta atención y provocó tales sentimientos, que se me urgió a predicar acerca del mismo tema en otras iglesias. Mientras más predicaba acerca de la Expiación, más deseosa se mostraba la gente de escuchar. La emoción llegó a ser tan general que prediqué del tema siete veces seguidas en diferentes iglesias. No escuché acerca de ninguna oposición abierta a las perspectivas que presentaba, y esto era para mí, y para el hermano Patterson, algo sencillamente asombroso.

Al parecer la gente había escuchado hablar mucho en contra de lo que se llamó Hopkisianismo; esta corriente está constituida por dos grandes puntos en los cuales se asegura que el hombre debía de estar dispuesto a recibir condenación eterna para la gloria de Dios, y que Dios era el autor del pecado. En mi predicación, en ocasiones señalé esos puntos, y aproveché para denunciar el Hopkisianismo y para decir que tenían mucho de él en Filadelfia. Que su gran negligencia en tomar cuidado de la salvación de sus almas parecía casi como si estuvieran dispuestos a la condenación, y que debían de haber abrazado la idea de que Dios era el autor del pecado, pues afirmaban que tenían una naturaleza pecaminosa. Volví una y otra vez sobre lo mismo y abundé en ello. Muchas veces le escuchaba a la gente decir: "Bueno, ya sabemos que no es Hopkiniano". De hecho, sentía que era mi necesario deber el exponer todo lugar que sirviera de refugio para los pecadores, y sacar a aquellos que estaban amparados en el engaño de debajo de aquellas particulares perspectivas de su ortodoxia en las que se habían atrincherado. El avivamiento se extendió y cobró fuerza. Todas nuestras reuniones de oración, de predicación y de indagación estaban llenas. Había tanta gente preocupada por sus almas que no nos era posible atenderlas a todas. Cuando establecí mi alojamiento en Filadelfia y continué laborando en la ciudad sin intromisiones ya estaba bien entrado el otoño. Me quedé allí hasta el primero de agosto del verano siguiente.

He dicho antes que se dieron algunos casos de oposición amarga por parte de ciertos individuos. Recuerdo uno de esos casos en el cual un hombre, cuya esposa había caído bajo profunda convicción al ver la condición de su alma, estaba tan enfurecido que un día entró a nuestra reunión y se llevó a su mujer a la fuerza. Recuerdo, en otra ocasión, un caso muy impactante de un alemán, cuyo nombre no recuerdo. Este hombre era tabaquero. Su esposa era una mujer muy agradable e inteligente, cuando llegué a conocerle descubrí que él mismo era también un hombre inteligente. Sin embargo, este alemán era escéptico y no tenía confianza alguna en la religión. Su esposa, al contrario, asistía a nuestras reuniones y llegó a preocuparse mucho por el estado de su alma; después de una severa lucha mental que duró varios días, la mujer se convirtió por completo. Como ella asistía muy frecuentemente a las reuniones y había llegado a interesarse tanto, pronto atrajo la atención de su marido, quien empezó a oponerse a que ella fuera cristiana. Supe que este hombre tenía un temperamento iracundo, además de constitución atlética y una voluntad de gran determinación. En vista del ascendente interés de su esposa, él también fue aumentando su oposición, hasta que llegó a prohibirle del todo el asistir a las reuniones. Fue entonces cuando la mujer me pidió que la visitara y solicitó mi consejo acerca del curso que debía tomar. Le dije que su primera obligación era con Dios y que ella estaba indudablemente obligada a obedecer sus mandamientos, aún cuando estos entraran en conflicto con los de su marido; y que aunque le aconsejaba que hiciera lo posible por no ofender a su esposo, le dije que debía de cumplir con su deber para con Dios, y que de ninguna manera debía de dejar de cumplir con estos deberes para satisfacer los deseos de un infiel. Le dije también que siendo que su esposo era un infiel, sus opiniones acerca de la religión no debían de ser respetadas, y que ella no podría seguir con seguridad el consejo de su esposo. De eso ella estaba conciente. Este hombre no prestaba atención alguna a la religión sino solo para oponerse a ella. De acuerdo con mi consejo, la mujer asistía a las reuniones cuando tenía la oportunidad y recibía instrucción. Pronto llegó a alcanzar la libertad del evangelio y una gran fe y paz en su mente, disfrutaba también mucho de la presencia de Dios. Esto desagradó tremendamente a su marido, quien llegó al punto de amenazarla de muerte si volvía una vez más a las reuniones. Como la mujer le había visto enojado tantas veces dudaba mucho de que fuera a concretar sus amenazas y le dijo con tranquilidad que a cualquier costo estaba determinada a cumplir con sus obligaciones para con Dios, que consideraba su deber el darse la oportunidad de recibir la instrucción que necesitaba y que asistiría a las reuniones cuando tuviera la oportunidad, sin descuidar sus obligaciones para con su familia.

Un Sabbat por la tarde, cuando el hombre descubrió que su esposa estaba por salir a la reunión, renovó sus amenazas, diciéndole que si se iba le costaría la vida. La mujer me dijo después que estaba segura de que sus palabras eran solo amenazas vacías. Ella le respondió con calma que su deber era sencillo, que no había razones para que permaneciera en casa sino solo la de satisfacer sus deseos irracionales, y que el permanecer en el hogar bajo tales circunstancias sería totalmente inconsistente con su deber hacia Dios y hacia ella misma. Con esto dicho se marchó a la reunión. Cuando regresó de la iglesia se encontró con que su esposo estaba encendido en ira. Tan pronto como cruzó el umbral de la casa el hombre cerró la puerta y retiró la llave del cerrojo, luego sacó una daga y juró que la mataría. Ella subió corriendo las escaleras y él, tomando una vela para alumbrarse, la siguió. La sirvienta, aterrorizada, le sopló la vela cuando el marido pasaba junto a ella. Con esto quedaron ambos en la oscuridad. La mujer corría en el piso superior de alcoba en alcoba y hallo el camino hacia la cocina y luego al sótano. Su esposo no pudo seguirla en la oscuridad, y la mujer logró evadirse por la ventana del sótano y fue a pasar la noche a casa de una amiga. Tomando por sentado que el hombre estaría avergonzado de lo que había hecho, ella volvió al hogar temprano en la mañana. Cuando entró a la casa se encontró con un gran desorden. Su esposo había destruido parte de los muebles y lucía como distraído. Nuevamente el hombre cerró la puerta tan pronto ella estuvo dentro, y sacando la daga se lanzó al piso sobre sus rodillas y levantando las manos hizo el más horroroso de los juramentos, asegurándole que iba a quitarle la vida. Ella lo miró con asombro y emprendió la huída, subió a prisa las escaleras, mas esta vez había luz y el hombre la siguió. La mujer corrió de habitación en habitación, hasta que llegó a la última, en la cual ya no había más escape. Entonces se volteó y lo miró, se dejó caer sobre sus rodillas y cuando el hombre estaba a punto de asestarle la puñalada, ella levantó sus manos al cielo y clamó por misericordia para ella y para su esposo. Fue en ese instante cuando Dios capturó a ese hombre. Ella cuenta que su esposo la miró por un momento, luego tiró la daga, y finalmente se lanzó al piso clamando por misericordia. Allí y entonces se quebrantó, confesó sus pecados a Dios y a ella, y les rogó perdón a ella y a Dios. Ella, por su puesto, le perdonó, y confío también en que Dios también le extendió su perdón. Desde aquel momento se mostró como un hombre maravillosamente cambiado y se volvió uno de los cristianos más fervorosos. Él se encariño mucho conmigo. Un año o dos después de eso, cuando escuchó que yo iba a llegar a Filadelfia en cierto barco a vapor, fue el primero de los hombres del lugar en irme a recibir y saludarme. Le recibí a él y a su mujer en la iglesia, antes de marcharme, y bauticé también a sus hijos. No he vuelto a verles ni a escuchar de ellos en muchos años.

Sin embargo, aunque se dieron casos de amarga oposición individual a la religión por causa de perspectivas erróneas, no fui molestado ni estropeado por ninguna clase de oposición pública como la de doctor Beecher y el señor Nettleton. Los ministros se comportaron amables, y no recuerdo ninguna ocasión en la que hayan hablado en público en contra de la obra--si es que hablaban en privado, no lo sé. El número de convertidos debió de ser muy grande. Después de predicar en la iglesia del hermano Patterson durante varios meses, y más o menos en casi todas las iglesias presbiterianas de la ciudad, se pensó que lo mejor era que tomara una posición central, y que permaneciera predicando en un solo lugar. En la calle Race había una iglesia alemana grande, cuyo pastor era un señor de apellido Helfenstine. Los ancianos de la congregación, junto a su pastor, me pidieron que ocupara su púlpito. Me parece que en aquel entonces, esa era la casa de adoración más grande de la ciudad. Continué predicando ininterrumpidamente en esa iglesia por muchos meses. Siempre estuvo llena y se dice que el edificio podía sentar a tres mil personas con la casa y los pasillos llenos. Tuve la oportunidad de predicar para muchos maestros de escuela dominical. De hecho, se dijo que los maestros de escuela dominical en general de la ciudad asistían a mi ministerio. A mediados del verano de 1829[1828-ed.] me ausenté por un corto periodo para visitar a los padres de mi esposa en el Condado de Oneida, Nueva York, luego de eso retorné a Filadelfia y laboré allí hasta mediados del invierno. No recuerdo las fechas exactas, pero creo que en total trabajé en Filadelfia por un periodo de un año y medio. Durante todo ese tiempo no se presentaron contratiempos en el avivamiento. Los convertidos se multiplicaron en todas partes de la ciudad, y se volvieron tan numerosos que nunca he llegado a conocer--ni tampoco hubo forma de estimar--su cantidad. Nunca he trabajado en un lugar que como en Filadelfia me recibieran con tanta cordialidad; y en donde los cristianos, especialmente los convertidos, lucieran tan bien. Hasta donde supe, no hubo atisbo de división entre ellos, y jamás escuché que ninguna influencia desastrosa resultara de aquel avivamiento. En una ciudad grande puede que los convertidos se multipliquen en gran número, pero aún con esto no es posible calcular la grandeza del avivamiento, como ocurre en pueblos pequeños en donde uno puede familiarizarse con los habitantes.

Hubo muchos hechos interesantes relacionados a este avivamiento. Recuerdo que una joven dama, hija de un ministro bautista de la vieja escuela, asistió a mi ministerio en la iglesia del señor Patterson. Esta joven cayó en profunda convicción. Sus convicciones eran tan hondas que finalmente cayó en la mas terrible desesperación. La joven me dijo que desde niña su padre le había enseñado que era una de las elegidas, y que cuando llegara el momento oportuno sería convertida, allí recibiría entonces una nueva naturaleza por medio del Espíritu de Dios. Le había dicho también que no podía hacer nada por sí misma, sino solo leer la Biblia y orar para recibir un nuevo corazón. Temprano en su juventud había tenido una fuerte convicción de pecado, pero siguiendo la instrucción de su padre se había limitado a leer su Biblia y a orar para recibir un nuevo corazón, pensando que esto era lo único que se requería de ella. La joven esperó a ser convertida, y por la evidencia de que ella era una de las elegidas. En medio de la gran lucha de su alma por ese tema de su salvación personal, surgió algo concerniente a la cuestión del matrimonio; y ella le prometió a Dios que nunca le daría a un hombre su mano en matrimonio hasta no haberse convertido en cristiana. Cuando hizo esa promesa esperaba que Dios la convertiría prontamente. Sin embargo, sus convicciones pasaron y no estaba aún convertida, y aún esa promesa hecha a Dios pesaba en su alma y no se atrevía a romperla. Cuando tenía cerca de dieciocho años un joven se le declaró y le manifestó su intención de hacerla su esposa. Ella lo aceptó, pero por el voto que había hecho no consentiría al matrimonio hasta no haberse convertido. Según la dama, ella y su novio se amaban profundamente y él le urgía para que accediera a casarse sin demora. Sin decirle la verdadera razón, ella se mantuvo dilatando la propuesta cada vez que el joven se la presentaba, y esto lo hizo por cinco años, si mal no recuerdo, mientras esperaba a que Dios la convirtiera. Finalmente un día, mientras se trasladaba a caballo, el joven fue lanzado de su carroza y murió al instante. Este suceso levantó en el corazón de aquella joven enemistad en contra de Dios. Acusaba a Dios de ser demasiado severo con ella. Decía que había esperado a que Dios la convirtiera y que había sido fiel a su promesa de no casarse hasta haber recibido un nuevo corazón; que había hecho esperar durante años a su amado, con la esperanza de que Dios la convirtiera, pero ¡eh aquí! Dios le había quitado la vida a su novio y ella seguía sin convertirse.

La joven había sabido que su novio era universalista; y con esto había desarrollado un gran interés por creer que el Universalismo era la verdad, no estaba dispuesta a creer que Dios había mandado a su amado al infierno; y si le había enviado al infierno, ella jamás llegaría a reconciliarse. Había estado así, en guerra con Dios, por un tiempo considerable cuando llegó a nuestras reuniones, suponiendo que la culpa de no haberse convertido era de Dios y no suya. Cuando la joven escuchó mi mensaje y descubrió que sus refugios de mentira habían sido echados por el suelo--y cuando se dio cuenta de que pudo haberle entregado su corazón a Dios hace mucho tiempo y que todo habría tenido un buen final--vio que la única culpable era ella, y que la instrucción de su padre en todos aquellos puntos había estado por completo errada. Al recordar la forma en la que había estado culpando a Dios y la actitud blasfema que había tenido hacia Él, de forma natural estaba desesperada por recibir misericordia. Razoné con ella y traté de hacerle ver la longanimidad de Dios, y de animarla a tener esperanza, a creer y a echar mano de la vida eterna. Pero su conciencia de pecado era tan grande que parecía incapaz de entender el tema y cada día se hundía más en la desesperación. Después de tratar mucho con ella yo mismo me angustié grandemente por su caso. Tan pronto la reunión terminaba, ella me seguía a casa con sus quejas desesperadas y me dejaba exhausto, apelando a mi simpatía y compasión cristianas por su alma.

Después de que estas cosas continuaron por varias semanas, una mañana pasó a verme en compañía de una de sus tías, quien estaba muy preocupada por ella, pues la veía ya al borde de la locura. Yo mismo era de la opinión de que ese sería el resultado si ella no llegaba a creer. Catharine--ese era el nombre de la joven--entró a mi habitación de la misma forma desesperada en que lo había hecho antes, pero esta vez una expresión de locura en su rostro dejaba ver un estado mental insoportable; Creo que el Espíritu de Dios fue quien en ese momento le sugirió a mi mente un curso totalmente diferente para tratar su situación.

Le dije: "Catharine, usted profesa creer que Dios es bueno". "¡Oh sí!"--Respondió--"eso creo". "Bien"--continué--"Varias veces me ha dicho que la bondad de Dios es lo que le impide a Dios tener misericordia de usted, que sus pecados son tan grandes que a Dios le sería deshonroso perdonarle y concederle salvación. También muchas veces me ha confesado que usted cree que Dios le perdonaría si pudiera hacerlo de acuerdo a la sabiduría; pero que el perdonarla realmente implicaría para Dios el hacerse un daño a sí mismo, a su gobierno y a su universo, y que por lo tanto le es imposible perdonarla". "Así es"--dijo ella. Le respondí: "Entonces su problema es que usted quiere que Dios peque, que actúe sin sabiduría y que se haga daño a sí mismo y a su universo por usted". Ella abrió sus grandes ojos azules y los clavó sobre mí viéndose entre sorprendida e indignada. Pese a eso proseguí: "¡Sí! Usted está sufriendo y en angustia mental porque Dios no va a hacer algo indebido; porque Él persiste en ser bueno pase lo que pase con usted. Usted está en el más grande de los abatimientos mentales porque Dios no puede ser persuadido de violar su sentido de lo que es correcto y su sentido del deber, y salvarle a usted causándose daño a sí mismo y a todo el universo. Usted piensa más consecuentemente en usted que en Dios y todo el universo; y no puede ser feliz a menos que Dios se haga a sí mismo infeliz, y con él a todo el mundo al escoger primero su felicidad". Le insistí con este punto mientras ella me miraba con gran asombro y luego de pocos minutos se rindió. Parecía que instantáneamente se había sometido como un niño. Me dijo: "Lo acepto. Que Dios me envíe al infierno si piensa que eso es lo mejor. No quiero que Dios me salve a sus expensas ni a expensas del universo. Que Él haga lo que le parezca bien". Inmediatamente me puse de pie y dejé la habitación y para apartarme completamente de ella tomé mi carruaje y me marché. Cuando regresé la joven ya se había ido, por supuesto, sin embargo aquella tarde ella y su tía regresaron para declarar lo que Dios había hecho con su alma. Estaba llena de gozo y de paz, y se mostraba como una de las convertidas más sumisas, humildes y hermosas que jamás he visto.

Recuerdo a otra joven dama--que por cierto era una jovencita muy hermosa de aproximadamente unos veinte años de edad--que me fue a buscar bajo una gran convicción de pecado. Le pregunté, entre otras cosas, si estaba convencida de que su maldad era tanta como para que Dios pudiera mandarla con justicia al infierno. Ella respondió en un lenguaje muy fuerte: "¡Sí! Merezco mil infiernos". Su vestimenta era alegre y muy fina. Tuvimos una conversación muy profunda y ella se quebrantó de corazón y se entregó a Cristo. Esta joven resultó en una convertida muy humilde y quebrantada. Supe que luego había ido a su casa y había reunido muchas de sus flores artificiales y adornos, con los cuales se arreglaba y de los cuales estaba muy orgullosa y se los llevó en la mano. Le preguntaron a dónde iba con ellos, la joven respondió que iba a quemarlos, "nunca más volveré a usarlos"--añadió. Le dijeron que por qué mejor no los vendía, que no los quemara. Ella respondió: "Si se los vendo a alguien esa persona estará también muy orgullosa de ellos, y será tan vanidosa como yo lo he sido. Los voy a quemar". Eso hizo, fue y los echó en el fuego.

Unos días después de eso la joven fue a verme y me dijo que cuando pasaba por el mercado, si no me equivoco aquella mañana, había observado a una dama muy finamente vestida. La compasión se agitó tanto en ella que se acercó a la mujer y le preguntó si podía hablarle. Las personas que le acompañaban estaban muy sorprendidas de que se hubiera acercado a la dama para hablarle. La mujer le respondió que bien podía y ella le dijo: "Mi estimada señora, ¿no está usted orgullosa de su vestido? ¿No está acaso sumida en vanidad y descuidando la salvación de su alma?" Dijo que ella misma estalló en llanto mientras decía estas palabras, le contó también a la dama un poco de su propia experiencia, de cómo había estado aferrada a su vestido y cómo esto había arruinado su alma. Le dijo luego: "usted es una mujer hermosa, y finamente vestida-- ¿no está usted en la misma situación en la que yo estuve?" Dijo que la mujer lloró, que confesó que había caído en una trampa y que temía que su amor a los vestidos y a la sociedad fuera a arruinar su alma. Confesó que había descuidado la salvación de su alma, porque no sabía cómo romper el ciclo en el que se movía. La joven me dijo que quería saber si yo creía que había hecho mal al hablarle a la mujer. Le dije ¡No! y que deseaba que todos los cristianos fueran tan fieles como ella y que mi esperanza era que nunca dejara de advertirle a otras mujeres acerca del peligro de aquello que estuvo a punto de destruir su propia alma.

En la primavera de 1829[1828--Ed.] cuando el cause de Delaware se elevó mucho, los madereros bajaron de las tierras altas con sus balsas, en donde habían estado recibiendo la madera durante el invierno. En aquel entonces había una gran porción de campo a lo largo de la región norte de Pensilvania a la que muchos llamaban "la región maderera". Esta región se extendía hacia el norte, en dirección a la cabecera del río Delaware. Muchas personas habían estado ocupadas consiguiendo madera durante el verano y el invierno. Mucha de esta madera se enviaba por el río, haciéndola flotar río abajo, en la primavera cuando el nivel del agua era alto en Filadelfia. La madera se sacaba cuando el río bajaba de nivel. Cuando había cesado la nieve y empezaban a llegar las lluvias de la primavera la lanzaban al río y la hacían flotar hacia abajo, en donde pudieran construir balsas, o de lo contrario, la embarcaban para enviarla al mercado de Filadelfia. Muchos de los madereros tenían a sus familias en aquella región, y había una gran porción de campo que para el momento no había sido ocupada, excepto por estos madereros. Allí no tenían escuelas, y en aquel tiempo tampoco tenían iglesias ni ningún tipo de privilegios religiosos. Conocí a un ministro que me contó que había nacido en esa región maderera y que hasta los veinte años de edad nunca había asistido a una reunión religiosa ni conocía el alfabeto.

Estos hombres que descendieron a Filadelfia con la madera asistieron a nuestras reuniones, y un buen número de ellos se convirtieron. Estos convertidos regresaron al campo y empezaron a orar por un derramamiento del Espíritu Santo, y a decirle a la gente de los alrededores lo que habían visto en Filadelfia. Les exhortaban también a tomar cuidado de su salvación. Sus esfuerzos fueron bendecidos de inmediato y el avivamiento tomo fuerza y se extendió en medio de aquellos madereros. Este avivamiento corrió de la forma más admirable y se extendió a tal punto que gente que no había asistido a ninguna reunión--y que era tan ignorantes de la religión como cualquier pagano--caía en convicción y se convertía. Se daban casos de hombres madereros que vivían solos en sus cabañas, o en compañía de otros dos o tres hombres, que caían bajo tal convicción que empezaban a preguntarse y a inquirir ellos mismos qué debían de hacer, y así se convertían y el avivamiento se extendía. Los convertidos de esta región evidenciaban una gran sencillez. Un anciano ministro, que de alguna manera había conocido el estado de las cosas, me contó como ejemplo de lo que estaba dándose en aquel lugar el siguiente hecho. Me dijo que in hombre de cierto lugar tenía una pequeña cabaña en la que pasaba las noches. Este hombre empezó a sentir que era pecador, y sus convicciones fueron aumentando hasta que se quebrantó, confesó sus pecados y se arrepintió y el Espíritu de Dios le reveló tan claramente el camino a la salvación que le fue evidente reconocer al Salvador. Sin embargo, el hombre nunca había asistido a una reunión de oración y ni siquiera recordaba haber si quiera escuchado a alguien orar en toda su vida. Sus sentimientos se exaltaron tanto que finalmente sintió la necesidad de ir y contarles a sus conocidos, quienes estaban reuniendo madera en otras partes, como se sentía. Sin embargo, cuando llegó a donde estaban sus conocidos halló que una gran cantidad de ellos se sentían exactamente como él y que estaban sosteniendo reuniones de oración. El hombre asistió a las reuniones de oración, les escuchó orar y por último oró él también. Así fue su oración: "Señor, tú me tienes rendido, y mi esperanza es que me mantengas así. Y como tú has sido tan bueno conmigo, tengo la esperanza de que también tratarás con otros pecadores".

He dicho ya que esta obra empezó en la primavera de 1829[1828--ed.]. En la primavera de 1831 me encontraba nuevamente en Auburn. Dos o tres hombres de esta región de madereros fueron a verme a ese pueblo, y a indagar acerca de cómo poder tener ministros en su área. Me dijeron que no menos de cinco mil personas se habían convertido en aquella región y que el avivamiento se había extendido a lo largo de ochenta millas, mas no había ni un solo ministro del evangelio en la zona. Nunca he estado en esa región, mas por lo que he escuchado, he considerado el avivamiento ocurrido en ese lugar como uno de los más admirables de este país. Un avivamiento que se llevó a cabo tan independientemente del ministerio y en medio de gente tan ignorante--en relación con los eruditos--mas aún con esto las enseñanzas de Dios se mostraron tan claras y poderosas, que hasta lo que he sabido, nunca hubo fanatismo, desenfreno ni nada objetable. Tal vez no he sido del todo bien informado en algunos aspectos, pero he reportado el asunto como lo he entendido. "Mirad, ¡qué gran bosque se incendia con tan pequeño fuego!" La chispa que se encendió en el corazón de aquellos pocos madereros que fueron a Filadelfia se extendió a lo largo de ese bosque y resultó en la salvación de multitudes de almas.

Encontré en el hermano Patterson a uno de los hombres más sinceros y santos con los que he trabajado. Su predicación era bastante admirable. Predicaba con mucha pasión, aunque había poca o ninguna conexión entre lo que decía y el texto que usaba. Comúnmente me decía: "Cuando predico lo hago desde Génesis a Apocalipsis". Tomaba un texto, y después de hacer unos pocos señalamientos acerca del mismo--a veces ningún señalamiento--otros textos le venían a la mente sobre los cuales hacía comentarios muy pertinentes y confrontadores y era así como sus sermones estaban constituidos por comentarios concisos y sorprendentes basados en un gran número de textos, según estos les eran sugeridos a su mente. El hermano Patterson era un hombre alto, de impactante figura y voz poderosa. Cuando predicaba las lágrimas corrían por su rostro, y lo hacía con una vehemencia y pasión impresionantes. Era imposible escucharle sin sentir la intensidad de su fervor y su gran honestidad. Solo lo escuché predicar ocasionalmente y la primera vez que lo hice, lo escuché con dolor, pensando en que por la naturaleza de su predicación--tan laberíntica--no surtiría efecto en la gente. Sin embargo, estaba equivocado. Descubrí que sin importar lo enmarañada de su predicación, su gran pasión y unción lograban clavar la verdad en los corazones de sus oyentes; creo que jamás le escuché predicar sin notar personas en profunda convicción por lo que le escuchan decir. El hermano Patterson solía realizar un avivamiento de la religión cada invierno, hasta el momento de mi llegada a Filadelfia. Creo que me dijo que había realizado catorce avivamientos seguidos.

El hermano Patterson tenía una congregación de oración. Recuerdo que mientras estaba trabajando con él algo parecía estar interfiriendo con la obra durante dos o tres días seguidos. Era como si la obra hubiera quedado suspendida. Empecé a sentirme alarmado y preocupado de que quizás algo hubiera contristado el Espíritu Santo. Una tarde, durante una reunión de oración mientras este estado de las cosas se manifestaba, uno de los ancianos se puso de pie e hizo una confesión. Dijo: "Hermanos, el Espíritu Santo ha sido contristado, y he sido yo quien lo ha hecho. Yo he tenido el hábito de orar por el hermano Patterson y por la predicación los sábados por la noche. Esto lo he hecho por muchos años: el pasar el sábado en oración hasta la media noche, implorando la bendición de Dios sobre las labores del Sabbat. El último sábado me sentía fatigado y no lo hice. Pensé que la obra estaba en marcha tan feliz y poderosamente, que creí que podía darme tal indulgencia y fui a la cama sin buscar a Dios y su bendición para las labores del Sabbat. En el Sabbat…"--continuó diciendo--"tuve la convicción de que había contristado al Espíritu y noté que no se estaba produciendo la habitual manifestación de la influencia del Espíritu Santo sobre la congregación. Desde entonces he estado bajo convicción; y he sentido que era mi deber el hacer esta confesión pública. No sé quién más aparte de mí haya contristado al Espíritu de Dios; pero estoy seguro de que yo lo he hecho".

He hablado acerca de la ortodoxia del hermano Patterson. Al principio, cuando empecé mis labores con él, me sentía perturbado en algunas ocasiones por las cosas que decía para traer convicción a los pecadores. Por ejemplo, en la primera reunión que tuvimos de indagación (para la gente que estaba preocupada por sus almas y que deseaba conocer la religión) tuvimos una asistencia muy grande. Pasamos algún tiempo conversando con individuos y moviéndonos de un lugar a otro para dar instrucción. Estaba envuelto en esto cuando vi que el hermano Patterson se puso de pie y con gran emoción dijo: "Amigos míos, ustedes han tornado sus rostro hacia Zion, y ahora los exhorto a seguir adelante". Continuó su intervención por algunos minutos y dejó en ellos la impresión de que estaban en buen camino y que solo tenían que continuar insistiendo--como lo estaban haciendo--para poder llegar a ser salvos. Sus comentarios me atribularon en gran manera; pues parecían estar destinados a crear una impresión de auto justicia--hacerles pensar que estaban haciendo lo correcto, cumpliendo con su deber y que si continuaban cumpliendo con su deber e insistiendo en ello, serían salvos. Esta no era para nada mi perspectiva de la condición de aquellas personas; y me sentí atribulado y dolido al escuchar aquella instrucción, y además me sentí perplejo al no saber de qué manera contrarrestarla. De cualquier modo, tan pronto el hermano tomó asiento, o más bien debiera de decir, cuando finalizó la reunión, como era mi costumbre hice un resumen de los resultados de nuestra conversación y me dirigí a la gente. Aludí a lo que había dicho el hermano Patterson; y enfaticé que no debían de malinterpretar lo que él había dicho. Que lo dicho por él era cierto para aquellos que verdaderamente se habían vuelto hacia Dios y fijado sus rostros hacia Zion, al haberle entregado a Dios su corazón. Y que no debían de pensar en aplicarse aquel comentario quienes en medio de ellos estaban experimentando convicción, mas que aún no se habían arrepentido, creído y entregado sus corazones a Dios. Aquellos, en lugar de haber fijado el rostro en Zion aún le estaban dando la espalda a Cristo, resistiendo todavía al Espíritu Santo y de camino al infierno. Les dije que cada momento que continuaban resistiéndose a Dios iban extinguiéndose más y más, y que cada momento que permanecían impenitentes, sin sumisión, arrepentimiento y fe, pecaban en contra de la más grande de las luces. El Señor me dio una perspectiva clara de ese tema.

El hermano Patterson me escuchaba con la mayor de las atenciones posibles. Jamás olvidaré el fervor con el cual me miraba, y con el interés con el que observaba las discriminaciones que estaba haciendo. Continué con mi discurso hasta que pude ver y sentir que la impresión hecha por el hermano Patterson había sido corregida y que una gran carga había sido puesta sobre ellos para rendirse a Dios de forma inmediata. Luego de eso les invité a ponerse de rodillas y a comprometerse allí y en ese momento para siempre con el Señor, renunciando a todos sus pecados y entregándose por completo a la disposición de la soberana benevolencia de Dios, con fe en el Señor Jesucristo. Les expliqué tan claramente como pude la naturaleza de la Expiación y la salvación presentada en el evangelio. Luego oré con ellos y tengo razones para creer que muchos de ellos se convirtieron en aquel instante. Después de esto nunca volví a escuchar nada de boca del hermano Patterson que fuera objetable, o que haya afectado mis sentimientos a la hora de dar instrucción a los pecadores que estaban preocupados por el destino de sus almas. De hecho, descubrí que el hermano era una persona sumamente enseñable, y que su mente se abrió a discriminaciones justas. Se veía particularmente presto a abrazar aquellas verdades que debían de serles presentadas a los pecadores que deseaban conocer la religión; y presumo que hasta el día de su muerte nunca más les volvió a presentar una perspectiva como la que sugirió en aquella ocasión, la que en su momento tanto me perturbó. Respeto y reverencio mucho el nombre del hermano Patterson. Era él un hombre cristiano encantador, y un ministro fiel de Jesucristo.

 

 

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