The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 13

AVIVAMIENTO EN ROMA

 

En este punto, el reverendo Moses Gillett, quien era el pastor de la iglesia congregacional de Roma y que había escuchado lo que Dios estaba haciendo en Western, vino al lugar en compañía de la señorita Huntington, una de los miembros femeninos más prominentes de su iglesia, para ver lo que estaba sucediendo. Ambos estaban muy impresionados con la obra de Dios. Pude ver que el Espíritu Santo estaba sacudiendo los fundamentos mismos de sus mentes. Después de pocos días el hermano Gillett y la señorita Huntington regresaron a Western. La señorita Huntington era una joven cristiana muy devota y ferviente. Durante su segunda visita, el hermano Gillett me dijo: "Hermano Finney, siento como si tuviera una nueva Biblia. Nunca antes había entendido las promesas como ahora; nunca las había abrazado como hoy. No puedo descansar, mi mente está llena del tema y de las promesas que son nuevas para mí". Esta conversación, que se prolongó por algún tiempo, me permitió entender que el Señor le estaba preparando para una gran obra en su congregación.

Pronto después de esto, y cuando el avivamiento había alcanzado la mayor de sus fuerzas en Western, el señor Gillett me persuadió de hacer un intercambio con él por un día. Acepté a su propuesta a regañadientes. El sábado, a un día de nuestro intercambio y mientras iba de camino a Roma, lamenté grandemente el haber accedido a realizar el intercambio en aquel momento. Sentí que mermaría significativamente la obra en Western, pues el hermano Gillett iría a predicar alguno de sus viejos sermones, los que yo sabía muy bien no podrían estar de acuerdo con el estado actual de las cosas. De cualquier modo, sabía que la gente se mantenía en oración y que este hecho no detendría la obra, aunque podía sin duda retrazarla. En Roma prediqué tres veces en el Sabbat. Quedó manifiesto para mí que la Palabra había tenido gran efecto. A lo largo del día pude ver a muchos con la cabeza abajo y que un gran número de personas cayeron en una profunda convicción de pecado. En la mañana de aquel día prediqué en base a este texto: "La mente carnal es enemiga de Dios", y continué con algo en la misma dirección en la tarde y la noche, mas no recuerdo los textos que empleé. Esperé en el lugar el lunes por la mañana hasta que arribó el hermano Gillett desde Western. Le dije cuáles eran mis impresiones con respecto al estado de la mente en las personas. Gillett parecía no darse cuenta de que la obra había empezado con el poder que yo suponía. Sin embargo, quiso ver a la gente interesada en sus almas, en caso de que hubiera algunas dentro de la congregación, y me pidió que estuviera presente en la reunión.

Ya he dicho antes que los medios usados a lo largo de la promoción de los avivamientos fueron la oración, tanto secreta como social; la predicación pública; la conversación personal y la visitación de casa en casa por el mismo propósito de conversar personalmente con la gente. También he dicho que cuando los interesados en sus almas se multiplicaban, señalaba reuniones y les invitaba para darles instrucciones de acuerdo a sus necesidades. Estos, y solo estos, fueron los medios empleados en mi procura por la conversión de las almas. El hermano Gillett sabía esto y por ello deseaba citar a una reunión a los interesados, y quería también que estuviera presente. Le dije que así lo haría y que debía hacer circular por la villa la información acerca de la reunión, que iba a darse el lunes en la noche. Mis planes eran ir a Western y regresar justo para la reunión y así tomar a la gente por sorpresa; esto, habiendo entendido el hermano Gillett que no debía de hacerle saber a la gente que yo asistiría. Se citó a la reunión en la casa de uno de los diáconos. Cuando arribamos nos encontramos que la espaciosa sala de la parte delantera de la casa se encontraba abarrotada de gente. El señor Gillett miró a la multitud sorprendido y con manifiesta agitación, pues se dio cuenta de que la reunión estaba compuesta por muchos de los más inteligentes e influyentes miembros de su congregación, y que estaba especialmente constituida por el primer rango de los hombres jóvenes del lugar. Teníamos pocos instantes intentando conversar con los asistentes cuando noté enseguida que el sentimiento era tan profundo que había el riesgo de un estallido emocional casi incontrolable. Fue por esto que le dije al señor Gillett: "No es bueno que la reunión continúe de esta manera. Haré algunas observaciones, las que les sean necesarias a estas personas, y luego las despediré; mandándoles a que supriman sus sentimientos, para que de esa manera no se produzcan clamores en las calles cuando se conduzcan a casa".

No se hizo o dijo nada como para crear tal agitación en la reunión. El sentir fue espontáneo. La obra era tan poderosa que tan solo unas pocas palabras podían hacer que los más fornidos de los hombres se retorcieran en sus asientos como si una espada les hubiera traspasado el corazón. Para alguien que jamás ha visto una escena semejante quizás resulte imposible entender el tremendo poder que tiene a veces la verdad en manos del Espíritu Santo. La verdad se había constituido, de hecho, en una espada de dos filos. El poder que ésta produce cuando es presentada como escrutadora en unas pocas palabras, puede crear una angustia tal que resulta insoportable. El señor Gillett se agitó sobremanera. Se puso pálido y dijo, con mucha agitación: "¿Qué haremos? ¿Qué haremos?" Puse mi mano sobre su hombro y le dije susurrando: "Quédese en silencio. Quédese en silencio, señor Gillett". Luego me dirigí a los presentes en la forma más gentil y clara que pude; pidiéndoles poner su atención de manera inmediata en el único remedio disponible, asegurándoles que tal remedio era uno presente y totalmente suficiente. Les señalé a Cristo como salvador del mundo, y me mantuve en esa línea tanto como pudieron soportarlo, que de hecho fue unos pocos instantes. El hermano Gillett se agitó a tal extremo que me acerqué a él y tomándole del brazo, le dije: "Oremos". Nos arrodillamos en medio del salón en el que nos encontrábamos y conduje la oración en una voz baja y desapasionada, mas intercediendo ante el Salvador para que interpusiera su sangre en uno y otro lugar, para que guiara a los pecadores presentes a aceptar la salvación que Él ofrece y para que creyeran, para que así fueran salvas sus almas. La agitación se profundizaba a cada instante, y mientras escuchaba sus sollozos, suspiros y su respirar, cerré la oración y me puse de pie súbitamente. Todos se pusieron de pie y les dije: "Ahora, por favor, vayan a casa sin hablar ni una palabra entre ustedes. No digan nada, traten de mantenerse en silencio, y no rompan en manifestaciones de sentimientos; y así, sin hablarse entre ustedes y teniendo sus sentimientos bajo control, por favor, vayan a sus habitaciones sin decir palabra".

En ese momento, un joven de apellido Wright, que era empleado en la tienda del señor Huntington y quien era uno de los principales jóvenes del lugar, apunto del desmayo cayó a los pies de otros jóvenes que estaban de pie cerca de él. En ese momento los demás jóvenes como que se desvanecieron y cayeron todos juntos. Esto bien pudo haber producido estrepitosos alaridos, pero les calmé y le dije a los jóvenes: "por favor, dejen la puerta bien abierta, salgan y dejen que todos se marchen en silencio". Hicieron lo que les pedí y salieron sin gritar, sollozando y suspirando. Pero esos sollozos y suspiros podían escucharse a medida que iban por las calles. El señor Wright, de quien me he referido, me dijo más tarde que su angustia era tan grande que tuvo que taparse la boca haciendo uso de toda la fuerza de sus brazos hasta que llegó a casa. Permaneció en silencio hasta que cruzó la puerta del lugar donde vivía, y no pudo contenerse más. Cerró la puerta, cayó al piso y estalló en altos lamentos ante la terrible condición en la que se encontró. Esto hizo que su familia le rodeara enseguida, y la convicción se esparciera sobre ellos.

Supe después que escenas similares a esta se produjeron en varias familias. Se confirmó más tarde que varios se convirtieron en la reunión y se fueron a sus casas tan llenos de gozo que casi no podían contenerse.

A la mañana siguiente, a penas se hizo de día, la gente comenzó a llamar a la puerta del señor Gillett, pidiendo que vallásemos a visitar a sus familias, a quienes describían como inmersas en la más grande de las convicciones. Tomamos un desayuno rápido y empezamos las visitas. A penas salimos a las calles la gente corría hacia nosotros desde las casas y nos rogaban que entráramos a sus hogares. Como solo podíamos visitar un lugar a la vez, cuando entrábamos a una casa los vecinos se apresuraban a entrar y llenaban el salón más grande. En poco tiempo les dábamos instrucciones y luego nos dirigíamos a otra casa y la gente nos seguía. Encontramos que el estado de las cosas era extraordinario. La convicción era tan profunda y general que en ocasiones entrábamos a una casa y hallábamos a algunos de rodillas, a otros postraos en la alfombra, y a otros mojando las sienes de sus amigos con alcanfor y frotándoles para impedirles desmayar, pues temían por sus vidas.

Visitamos, conversamos y oramos de esta manera de casa en casa hasta el medio día. Luego le dije al señor Gillett: "Así nunca terminaremos, debemos tener una reunión para aquellos que estén preocupados por sus almas. No podemos ir de casa en casa; y no podemos satisfacer las necesidades de todos". Él estuvo de acuerdo, pero se levantó la cuestión de dónde realizar tal reunión. Un señor de apellido Flint, quien era un hombre religioso, mantenía al momento un hotel en la esquina del centro del pueblo. Allí tenía un comedor largo y grande. El señor Gillett dijo: "Pasaré y veré si nos permite hacer una reunión en su comedor". Consiguió su consentimiento sin ninguna dificultad, y nos dirigimos inmediatamente a las escuelas públicas para notificar que a la una en punto se haría una reunión para los interesados en el comedor del señor Flint. Fuimos a la casa y tomamos un almuerzo rápido y nos condujimos a la reunión. Vimos que la gente se apresuraba y que algunos de hecho corrían a la reunión. La gente venía de todas direcciones. Para cuando llegamos al lugar, el salón, aunque era grande, estaba lleno a su máxima capacidad. Gente de ambos sexos y de todas las edades habían abarrotado el establecimiento. Esta reunión fue muy parecida a la que habíamos tenido la noche anterior. El sentimiento era impresionante. La Palabra de Dios era verdaderamente la espada del Espíritu; y algunos hombres del más fuerte de los temples fueron de tal modo atravesados por las observaciones hechas que se encontraron incapaces de sostenerse y debieron de ser llevados a casa por sus amigos. Esta reunión duró hasta casi llegada la noche y tuvo como resultado un gran número de conversiones llenas de esperanza, y fue el medio para extender la obra grandemente hacia todos lados.

Prediqué esa tarde y el señor Gillett señaló otra reunión para la mañana siguiente en la corte, para aquellos interesados en la religión. Ese salón era mucho más grande que aquel comedor, aunque su ubicación no era tan céntrica. De cualquier modo, a la hora señalada, la corte se llenó a su máxima capacidad y pasamos gran parte del día dando instrucciones. Adaptamos lo mejor que pudimos nuestras instrucciones a la condición de la gente y la obra avanzó con maravilloso poder. Prediqué nuevamente en la tarde, y el señor Gillett señaló una nueva reunión para aquellos interesados en el estado de su alma, para la mañana del día siguiente, en la iglesia, pues ya no fue posible encontrar otro salón en la villa que fuera lo suficientemente grande como para albergar a todos los asistentes. Esa tarde, si la memoria me es fiel en cuanto al orden de los eventos, nos habíamos comprometido a realizar una reunión de oración y conferencia en una casa escuela grande. Sin embargo, ni bien había empezado la reunión, los sentimientos del público se ahondaron tanto que, para impedir un indeseado estallido de emociones, le propuse al señor Gillett que despidiéramos la reunión y le solicitáramos a la gente partir en silencio, y a los cristianos, pasar la tarde en oración secreta u orando con sus familias, según les pareciera mejor. A los pecadores se les exhortó a no dormir hasta haberle entregado su corazón a Dios.

Después de esto la obra se volvió tan general que prediqué cada noche--me parece que durante veinte noches seguidas y dos veces en el Sabbat. Durante este tiempo sosteníamos nuestras reuniones de oración en la iglesia. Durante el día, la reunión de oración era atendida en determinado lugar en una parte del día, y se realizaba también una reunión para interesados en otro lugar y en otro momento. Si mal no recuerdo, todos los días, después del comienzo de la obra, sostuvimos una reunión de oración y otra para los interesados en la salvación de sus almas, y se predicaba en la tarde. El lugar estaba cubierto por una solemnidad y un temor reverente que le hacía sentir a todos que Dios estaba allí. A la villa llegaron varios ministros que mostraron gran asombro por lo que escucharon y vieron. Las conversiones se multiplicaron con tanta rapidez que ya no teníamos forma de identificar a los convertidos. Por esta razón, cada tarde al cerrar mi sermón, le pedía a todos los que se hubieran convertido ese día que pasaran adelante y se reportaran en frente del púlpito, para que pudiéramos conversar con ellos brevemente. Cada noche nos sorprendían los números y el tipo de personas que pasaban al frente.

En una de nuestras reuniones matutinas de oración, la parte baja de la iglesia estaba completamente llena. Me puse de pie y estaba haciendo ciertos comentarios cuando un mercader inconverso entró a la reunión. Caminó hasta que encontró lugar frente a mí, cerca de donde me encontraba parado. Tenía pocos momentos de haberse sentado cuando cayó del banco tal como si hubiera recibido un disparo. El hombre se retorcía y gemía de manera terrible. Me acerqué a la entrada del banco y pude notar que estaba manifestando la agonía de su mente. Un médico escéptico sentado cerca de él se levantó y fue a examinarle. Le tomó el pulso, y le auscultó por pocos instantes. Sin decir nada el médico se apartó de él y apoyó la cabeza en unos de los postes que sostenían la galería, dejando ver que él también estaba en gran agitación mental. El doctor dijo después que pudo entender enseguida que se trataba de un caso de angustia mental y que esto le había despojado por completo de todo su escepticismo. Poco después se mostró como un convertido lleno de esperanza. Empezamos a orar por el que había caído del banco, y me parece que antes de que el hombre partiera del lugar su angustia se había desvanecido y se regocijaba en Cristo.

Otro médico escéptico--un hombre muy amable, pero escéptico--tenía una hija pequeña llamada Hannah, y una esposa que era realmente una mujer de oración. La pequeña Hannah, quien tenía más o menos unos ocho o nueve años, había caído en gran convicción de pecado, y su madre estaba muy interesada en el estado de su mente. Sin embargo, su padre al principio se mostró bastante indignado. Le dijo a su esposa que "este asunto de la religión es demasiado elevado para mí. Jamás podré entenderlo. ¡Dígame usted si una niña pequeña puede entenderlo como para estar inteligentemente convencida de pecado! Yo no lo creo. Yo sé más que eso. No puedo soportar ese fanatismo, esa locura". A pesar de esto la madre de la niña se mantenía en oración. Supe que las afirmaciones que hizo el doctor estuvieron llenas de energía. Inmediatamente después de hacerlas tomó su caballo y recorrió varias millas para ver a un paciente. De camino, como lo señaló después, el tema permaneció en su mente de tal manera que llegó a abrirse totalmente en su entendimiento; y todo el plan de salvación en cristo le fue tan claro que vio que un niño podía entenderlo. Le causó maravilla el que siempre le hubiese parecido un misterio, lamentó grandemente lo que le había dicho a su esposa con respecto a la pequeña Hannah y sintió la urgencia de volver al hogar para retirar lo dicho. Pronto volvió a casa, mas convertido en otro hombre; le dijo a su esposa lo que había ocurrido en su mente; animó a su querida Hannah a acudir a Cristo; y ambos, padre e hija, han sido desde entonces los más fervientes cristianos, han tenido una vida larga y han hecho mucho bien.

Sin embargo, en este avivamiento, como en otros de los que he sido testigo, Dios hizo algunas cosas terribles en nombre de su justicia. Durante un Sabbat en el que me encontraba en el lugar, cuando ya había bajado del púlpito y me disponía a dejar la iglesia, un hombre entró a prisa buscándonos al señor Gillett y a mí. Nos pidió ir a cierto lugar, diciendo que un hombre había caído muerto en el sitio. Yo estaba ocupado conversando con otra persona, por lo que el señor Gillett fue solo. Cuando terminé mi conversación fui a la casa del señor Gillett, quien llegó pronto y me relató lo sucedido. Había tres hombres que se habían estado oponiendo a la obra y que se habían reunido en el día del Sabbat para beber y ridiculizar el avivamiento. Esto lo hicieron hasta que, de pronto, uno de ellos cayó muerto. Cuando el señor Gillett llegó a la casa y le relataron las circunstancias, él dijo: "¡Allí lo tienen! No cabe duda de que el hombre fue herido por Dios y de que ha sido enviado al infierno". Los compañeros del difunto estaban sin palabras. No había nada que pudieran decir, ya que era evidente que su conducta le había traído ese golpe terrible de indignación divina.

A medida que la obra continuaba reunió a casi toda la población. Casi todos y cada uno de los abogados, mercaderes y médicos, y casi todos los hombres distinguidos del lugar, y de hecho, casi toda la población adulta de la villa, se integraron a la obra y en especial, aquellos que pertenecían a la congregación del hermano Gillett. Después de mi partida el hermano me dijo: "En lo que respecta a mi congregación, el Milenio ha llegado. Toda mi gente se ha convertido. De todas mis labores del pasado no me queda un solo sermón que pueda aplicar a mi congregación, pues ahora todos son cristianos". El señor Gillett reportó después que durante los veinte días que permanecí en Roma hubo quinientas conversiones en el pueblo, o un promedio de veinte conversiones por día. En las tardes, cuando le pedía a todos los que se hubieran convertido pasar adelante y dar reporte de ellos mismos, la gente, en lugar de retirarse, permanecía en sus sillas para ver quiénes se mostraban como convertidos, y dejaban ver su gran asombro al conocer quiénes habían nacido de nuevo.

Durante el progreso de esta obra una gran cantidad de emoción surgió en Utica, y algunos se dispusieron a ridiculizar la obra. El señor Henry Huntington era un ciudadano prominente que vivía en Roma, y de quien debo decir que estaba a la cabeza de la sociedad en cuanto a riqueza e inteligencia. Sin embargo, era escéptico, o más bien debería decir que abrazaba las posturas del universalismo. Era un hombre respetable y muy moral, altamente educado y mantenía sus puntos de vista de forma discreta, hablando de ellas muy poco a los demás. En el primer Sabbat en el que prediqué el señor Huntington estaba presente. Él me dijo más tarde que quedó tan estupefacto con mi predicación que decidió no volver jamás. Volvió a su casa y le dijo a su familia: "Ese hombre está loco, y no me sorprendería ver que pone a esta ciudad en llamas". Huntington permaneció alejado de las reuniones por unas dos semanas. Mientras tanto la obra se intensificó tanto como para poner a prueba su escepticismo, y llegó a un estado de gran perplejidad.

El señor Hintington era el presidente de un banco de Utica, y solía acudir al tal pueblo para atender las reuniones semanales del directorio en un determinado día. En una de esas ocasiones, uno de los directores empezó a hablarle acerca del estado de las cosas en Roma, insinuando que todos se estaban volviendo locos. El señor Huntington dijo: "Caballeros, digan lo que deseen, pero hay algo muy sobresaliente en el estado de las cosas en Roma. Ciertamente no hay poder humano o elocuencia que haya producido lo que allí se ve. No puedo entenderlo. Ustedes afirman que pronto menguará. No cabe duda de que el grado de sentimientos que hay en Roma pronto debe de ceder, o la gente perderá la razón. Mas caballeros, no hay filosofía que pueda dar cuenta de tal estado de los sentimientos, deben deberse a algo divino".

Después de haber estado apartado de las reuniones durante dos semanas, el señor Huntington se convirtió en el sujeto especial de la oración de algunos de nosotros, quienes nos reunimos una tarde para orar por él. El Señor nos dio una fe fuerte en oración, y sentimos la convicción de que estaba obrando en su alma. Cuando llegó la reunión de la tarde Huntington apareció. Cuando entró a la casa el señor Gillett me dijo al oído, mientras estábamos sentados en el púlpito: "Hermano Finney, Huntington está aquí. Espero que usted no diga nada que le ofenda". "No"--respondí--"pero tampoco le dejaré ir bien librado". En aquellos días estaba obligado a predicar sin premeditación, pues no tenía ni una hora en la semana en la cual pudiera estar fuera de mi cama poniendo mis pensamientos en orden de antemano. Era muy común que tuviera que esperar hasta que la congregación se hubiese reunido, y hasta que el estado de las cosas le sugiriera el tema a mi mente. Para el momento de aquella reunión, y para cuando entró Huntington, creo que todavía no tenía en mi mente idea de de qué hablar. Fue cuando vi a la congregación en asamblea que escogí el tema y prediqué. La Palabra tuvo un agarre poderoso, como era mi esperanza y mi intención, y tuvo gran poder sobre el mismísimo señor Huntington. Creo que ya estaba bien entrada la noche cuando pedí, al final de la reunión, que aquellos que se hubieran convertido durante aquel día y aquella tarde se pusieran de pie y se reportaran. El señor Huntington fue uno de aquellos que pasó al frente deliberadamente y con solemnidad, y reportó haberle entregado su corazón a Dios. Se mostró humilde y penitente. Siempre he creído que se convirtió verdaderamente a Cristo.

El estado de la villa y sus alrededores era tal que nadie podía entrar al pueblo sin ser golpeado por el temor reverencial y la solemne impresión de que Dios estaba en el lugar de una manera muy particular. Para ilustrar esto voy a relatar un incidente. El sheriff del condado residía en Utica. En el condado había dos salas de la corte, una en Roma y la otra en Utica, por lo que, consecuentemente, el Sheriff, quien se apellidaba Broadhead, tenía muchos asuntos que atender en Roma. Este hombre me dijo más tarde que había escuchado acerca del estado de las cosas en Roma; y que él junto a otras personas, se habían reído mucho en el hotel al que llegaba acerca de las cosas que había escuchado. Sin embargo, un día le fue necesario ir a Roma. Dijo que estaba feliz de tener que atender los asuntos del lugar, pues deseaba ver por sí mismo aquello de lo que tanto se comentaba, y cuál era el verdadero estado de las cosas en Roma. Me dijo que condujo su trineo de un solo caballo sin tener ninguna impresión particular en la mente hasta que cruzó lo que se conoce como el viejo canal, un lugar que según me parece está a una milla del pueblo. Dijo que tan pronto cruzó el canal una impresión terrible y un temor reverencial profundo, de los cuáles no podía sacudirse, vinieron sobre él. Sentía como si Dios impregnaba toda la atmósfera. Cuenta que esto fue en aumento hasta que entró en la villa. Se detuvo en el hotel del señor Flint y el mozo salió a tomar su caballo. Cuenta que observó que el mozo se veía tal como él se sentía, como si tuviera temor de hablar. Entró al lugar y encontró a los caballeros con los cuales debía tratar los asuntos. Dijo que todos ellos estaban manifiestamente tan impresionados que casi no podían poner asunto en lo que tenían que atender y que varias veces en el curso del poco tiempo en el que estuvo en la reunión, tuvo que levantarse de la mesa abruptamente para mirar por la ventana y tratar de desviar su atención, para contener el llanto. Observó que todos los demás parecían sentirse de la misma manera. En temor tan reverente, en tan honda solemnidad y en un estado mental que nunca antes había concebido. Se apresuró a concluir los asuntos y regresó a Utica, pero dijo que nunca más volvió a hablar con ligereza acerca de la obra en Roma. Pocas semanas después de haber vuelto a Utica, ya era un convertido esperanzado. Tendré oportunidad más adelante de hablar acerca de las circunstancias de su conversión.

He hablado anteriormente de Wright's Settement, una villa al noreste de Roma a unas dos o tres millas de distancia. El avivamiento tomó un efecto poderoso en ese lugar, en dónde se convirtieron un gran número de sus habitantes. Los medios usados en Roma fueron los mismos que había usado en el pasado y no otros: la predicación; la oración pública, social y privada; la exhortación y la conversación personal. Es difícil concebir un estado tan profundo y general de los sentimientos religiosos sin la manifestación del desorden, el tumulto, el fanatismo, o de alguna otra cosa objetable tal como se evidenció en Roma. Hoy en día hay muchos convertidos, fruto de ese avivamiento, que viven esparcidos a lo largo del territorio y que pueden testificar que en las reuniones de ese periodo prevaleció el más grande de los órdenes y de solemnidad, y que se hicieron máximos esfuerzos para evitar cualquier cosa deplorable. El Espíritu de la obra fue tan espontáneo, tan poderoso y tan sobrecogedor, que se hizo necesario el ejercer la mayor de las precauciones y de las sabidurías para conducir todas las reuniones y así prevenir un estallido no deseado de emociones, el cual pronto hubiera agotado la sensibilidad de la gente y provocado una reacción. Todos los que están familiarizados con los hechos saben que no hubo ninguna reacción subsiguiente. La gente de la villa mantuvo una reunión de oración al amanecer durante varios meses, incluso me parece que la sostuvieron por más de un año, durante todas las estaciones del año. Esta reunión se llenaba de gente y gozaba de tanto interés como cualquier otra reunión de oración. El estado moral de la población cambió tan grandemente que el hermano Gillett señalaba con frecuencia que el lugar ya no parecía el mismo. De hecho, era como si se hubiera barrido lo malo. Cualquier rezago de pecado que hubiera quedado, estaba obligado a esconder su cabeza. Ningún tipo de inmoralidad podía tolerarse ni siquiera un momento. Aquí tan solo he presentado un perfil de lo que sucedió en Roma. Para describir con fidelidad todo el mover de los incidentes que se dieron en aquel avivamiento, me sería necesario ocupar todo un volumen para su relato.

Debo decir unas breves palabras con respecto al Espíritu de oración que prevaleció en Roma en ese tiempo. Me parece que fue aquel sábado que llegué desde Western para intercambiar púlpitos con el hermano Gillett, cuando me reuní con la iglesia, que estaba congregada en una reunión de oración por la tarde, en su casa de adoración. Me preocupé en llevarles a entender que Dios puede responder la oración de inmediato, cuando las condiciones sobre las cuales Él ha levantado la promesa de dar respuesta a la oración son satisfechas, y que especialmente la oración es respondida cuando la gente cree, es decir, cree en el sentido de que esperan una respuesta de parte de Dios a sus peticiones. Observé que la iglesia estaba muy interesada en mis afirmaciones y que sus rostros manifestaban el intenso deseo de ver sus oraciones respondidas. Recuerdo que hice tales afirmaciones casi al terminar la reunión. Esto fue antes de que hubiera ferrocarriles. Le dije a la iglesia: "Yo realmente creo que si ustedes se unen esta tarde en una oración de fe a Dios por el inmediato derramamiento de su Espíritu, recibirán una respuesta del cielo antes de lo se que tarda recibir un mensaje desde Albany por medio del correo más veloz que pueda utilizarse". Esto lo dije con mucho énfasis y sintiéndolo; y observé que la gente se sorprendió ante mi expresión de fervor y fe con respecto a la inmediata respuesta a la oración. La verdad es que había visto con tanta frecuencia este resultado que hice la afirmación sin ningún recelo. Ninguno de los miembros de la iglesia hizo comentario al momento; sin embargo, supe después de empezada la obra que tres o cuatro miembros de la iglesia--el señor George Huntington, hermano de Henry Huntington, junto a dos o tres hermanos más--acudieron al estudio del señor Gillett, sintiéndose tan impresionados con lo que se había dicho acerca de la rapidez de la respuesta a las oraciones, que se determinaron a tomarle la palabra a Dios, y comprobar si Él respondería aún mientras estaban todavía hablando. Uno de estos hombres me dijo después que el Espíritu Santo les dio una fe maravillosa para orar por una respuesta inmediata, y dijo además: "La respuesta llegó, de hecho, antes de lo que nos hubiera tomado recibir una misiva desde Albany por medio del más rápido de los correos." El pueblo estaba realmente lleno de oración. En cualquier lugar a donde se fuera podía escucharse una voz en oración. Al pasar por las calles, si sucedía que dos o tres cristianos se encontraban juntos, estaban orando. En donde se reunieran, oraban. Cuando había un pecador no convertido, y en especial si el mismo manifestaba algún tipo de oposición, se podía hallar a dos o a tres hermanos o hermanas en acuerdo para hacer de aquella persona el sujeto particular de su oración: y era asombroso ver hasta que punto Dios respondía sus oraciones de forma inmediata.

La esposa de un oficial del ejército de los Estados Unidos residente en Roma, e hija de un prominente ciudadano del lugar, manifestaba gran oposición a la obra, y se reportó que había dicho algunas cosas muy fuertes en su contra. Esto hizo de ella un sujeto particular de oración. Supe de esto poco antes de ocurrir el evento que estoy a punto de relatar. Creo que en este caso algunas de las principales damas del pueblo fueron quienes hicieron de esta mujer el sujeto de su oración, pues ella era una mujer de prominente influencia en el lugar. Era una dama educada, con gran fuerza de carácter y de voluntad, que por supuesto, hacía sentir su oposición. Sin embargo, tan pronto se supo de su rechazo a la obra, y tan pronto el Espíritu de oración fue dado particularmente por ella, el Espíritu de Dios tomó su caso en sus manos.

Una tarde, casi inmediatamente después de haber escuchado acerca de su caso, y de hecho talvez en la misma tarde en la que me enteré de los sucesos, una vez que la reunión quedó despedida y la gente se retiró a sus hogares, el señor Gillett y yo permanecimos hasta el final conversando con algunas personas que estaban llenas de convicción profunda. Cuando estas personas se retiraron y nosotros estábamos a punto de salir, el sepulturero llegó a toda prisa diciendo: "hay una señora en aquella banca que no es capaz de salir. Está totalmente impotente. Por favor, vengan a ver". Regresamos y ¡eh aquí! Bajo el banco estaba aquella dama de quien hablo, absolutamente sobrecogida por la convicción. La banca había estado llena de gente y ella había intentado marcharse con los otros cuando la gente fue despedida, sin embargo, al llegar su turno de salir del banco, ya que ella era la última, encontró que no podía levantarse, se hundió en el piso sin ser notada por aquellos que pasaban por el lugar. Le ayudamos a levantarse, conversamos brevemente con ella y descubrimos que el Señor la había impactado con una tremenda convicción de pecado. Después de orar por ella, y de presentarle la solemne responsabilidad de entregarle a Cristo su corazón de inmediato, salí. Creo que el hermano Gillett la ayudó a llegar a casa. Su domicilio estaba a unas pocas varas de distancia. Supimos luego que cuando llegó a su casa entró sola a un aposento, en dónde pasó la noche. Esto sucedió en una noche fría de invierno. La dama se encerró con llave en la habitación en donde pasó la noche a solas. Al día siguiente expresaba esperanza en Cristo, y hasta donde sé, probó haber sido verdaderamente convertida.

Creo que también me es necesario mencionar la conversión de la señora Gillett durante este avivamiento. Ella era hermana del misionero Mills, quien fue uno de los primeros misioneros de la Junta Americana. Era una mujer hermosa, considerablemente más joven que su esposo, de quien ella era su segunda esposa. Antes de casarse con el señor Gillett, ella había estado bajo profunda convicción por varias semanas, hasta el punto de casi perder la razón. Si mal no recuerdo, ella tenía la impresión de que no estaba en el grupo de los elegidos, y que no había salvación disponible para ella. Poco después de que el avivamiento empezó en Roma, nuevamente cayó bajó la poderosa convicción del Espíritu del Señor. Ella era una mujer refinada y amante de los vestidos; y como es común en las damas, llevaba sobre su cabeza y sobre su persona algunos ornamentos frívolos--nada, por cierto, que yo hubiera pesando pudiera constituir par ella una piedra de tropiezo. Al ser su huésped conversé repetidamente con ella a medida de que su convicción aumentaba, pero nunca se me ocurrió que su afición por los vestidos le impedía el paso a la salvación. Cuando la obra tomó mucho poder, su angustia se volvió alarmante; y el señor Gillett, sabiendo lo que había ocurrido antes con ella, temía el que volviera al estado de abatimiento en el que había estado años antes. La mujer corrió a mí buscando instrucción. Cada vez que iba a su casa, casi inmediatamente me rogaba que orara por ella y me decía que su angustia iba más allá de lo que podía soportar. Era evidente que estaba a punto de la desesperación, sin embargo, pude notar que estaba dependiendo demasiado de mí; y por lo tanto traté de evitarla. Pese a esto, cada vez que llegaba a su casa después de visitar a quienes estaban ansiosos por sus almas, tan pronto me escuchaba llegar, inmediatamente se abalanzaba sobre mis oraciones y mi instrucción, como si esperara algo de mi parte.

Esto sucedía día tras día, hasta que un día entré a la casa y fui directo al estudio. Como era lo usual, ella fue a buscarme, rogándome que orara por ella y quejándose de que no ha había salvación para ella. Me puse de pie abruptamente y la dejé sin orar por ella, diciéndole que era inútil que orara por ella, pues estaba dependiendo de mis oraciones. Cuando hice esto, la mujer se desvaneció, tal como si fuera a desmayarse. La dejé sola, a pesar de eso, y salí abruptamente hacia la sala. En el curso de breves momentos entró a prisa a la sala, con el rostro resplandeciente, y exclamó: "¡Oh, señor Finney! ¡He hallado al Salvador! ¡hallado al Salvador! ¿Creerá usted que eran mis adornos lo que me impedía la conversión? Cuando oraba me venían a la mente, y sentía la tentación--supuse que era una tentación--de renunciar a ellos"--dijo y continuó explicando--"mas yo evitaba la tentación pensando que eran totalmente banales y que Dios no les daba importancia. Que todo era una tentación de Satanás. Sin embargo, mis adornos seguían viniendo a mi mente cada vez que intentaba darle mi corazón a Dios. Cuando usted me dejó así, abruptamente, caí en desesperación. Me eché al piso y ¡eh aquí! Nuevamente vinieron a mi mente estos adornos. Entonces me dije, no permitiré que estas cosas surjan de nuevo. Las pondré a un lado de una vez y para siempre". Siguió diciendo: "Renuncié a ellos y los odié por estar bloqueando mi camino a la salvación. Tan pronto como prometí renunciar a ellos, el Señor se reveló a mi alma y ¡Oh! ¡Cómo es que nunca antes lo entendí! Esto era lo que me traía dificultades antes, cuando estuve bajo convicción--este amor a los vestidos--y yo no lo sabía".

 

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