LA VERDAD DEL EVANGELIO

Viviendo Sin Pecado

Por David Camps

 

Desde que me convertí hace 32 años, he escuchado sermones, y me han enseñado en la escuela dominical, que no podemos vivir sin pecar porque seguimos haciéndolo y somos una raza caída de rebeldes. La explicación principalmente consiste en que el pecado está de alguna manera adherido firmemente a nuestros cuerpos o es heredado por nuestros padres, en este caso Adán, lo cual nos lleva a pecar. Por tanto, mientras vivamos aquí en la tierra estamos trágicamente destinados a pecar, imposible de resistirlo.

Esta doctrina de que somos incapaces de vivir una vida santa es generalmente aceptada por las iglesias cristianas. Las denominaciones principales tienen una confesión de fe que la comparten como una creencia en común. Con base en esto, damos por sentado que el pecado es una de las fuerzas más poderosas y que el sacrificio y la resurrección de Cristo no son suficientes para que venzamos la vida pecaminosa. No nos atrevemos a considerarnos justos delante de nuestro Señor, incluso cuando nos hayamos arrepentido, enteramente rendido a él, sido limpiados con la sangre de su hijo e indultados. Persistimos en afirmar que somos pecadores. Si decimos lo contrario, significa que estamos siendo orgullosos. Sin embargo, Pablo al inicio de la mayoría de sus epístolas se dirige a los miembros de la Iglesia como santos y no como pecadores (2 Co. 1:1; Ef. 1:1), y a través de sus escritos inequívocamente insiste que podemos vivir una vida santa.

Más aún, la Biblia nos habla de muchos siervos de Dios que vivieron una vida sin pecado. Enoc, por ejemplo, vivió trescientos años sin cometer ningún solo pecado.

Y caminó Enoc con Dios, después que engendró a Matusalén, trescientos años, y engendró hijos e hijas. Y fueron todos los días de Enoc trescientos sesenta y cinco años. Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios (Gn. 5:22-24).

En Hebreos 11:5, leemos que Enoc tenía la fe necesaria para dar un testimonio excelente que había agradado a Dios. Igualmente, Abel demostró ser justo delante de Dios (He. 11:5) pese al hecho que era descendiente directo de Adán, quien había pecado, y cuyo pecado Abel había heredado, si argumentamos que el pecado de Adán supuestamente pasó de generación a generación. Desde luego, con simplemente leer Hebreos 11:4 y Mateo 23:35, así como Ezequiel 18:29, vemos que esta doctrina del pecado original es errónea.

Otros versículos de la Biblia que contradicen la imposibilidad de vivir una vida santa se encuentran en Romanos 8:1-8. Pablo nos exhorta a no ceder a los deseos de la carne, lo que significa que debemos mantenernos rectos. Si el apóstol nos insta con vehemencia a vivir una vida victoriosa sobre los deseos de la carne y sus designios, es porque estamos en Cristo; por consiguiente, tenemos el poder de crucificarlos (Ef. 5:24).

Se nos espera que seamos santos si permanecemos en Cristo (1 Jn. 3:6, 9). Ciertamente, el requerimiento de vivir una vida santa involucra nuestro libre albedrío; por tanto, hay posibilidad de que pequemos, pero no significa que vaya a suceder. Tenemos la elección de vivir en santidad o pecado, y Dios espera que siempre escojamos lo primero, pero en caso de que pequemos, tenemos que arrepentirnos y pedir perdón (1 Jn. 2:1).

Como agentes morales libres, es nuestra responsabilidad mantener una vida santa (1 Jn. 2:29; 3:6-10; 5:18, 20), ya que Cristo ha demostrado que es posible vivir victoriosamente sin pecado (He. 4:15). De acuerdo con 1 Juan 3:4, el pecado es una acción voluntaria que consiste en transgredir la ley moral de Dios. En este sentido, no pecamos porque seamos fuertemente influidos por causas externas o deseos de la carne. Las influencias externas sólo nos incitan, pero nunca nos hacen pecar. Noé y Lot, por ejemplo, son llamados justos en su generación, quienes vivieron en un mundo donde la maldad del hombre era grande (Gn. 6:5), pero nunca pecaron (Gn. 6:9 y 2 P. 2:6-9). En efecto, fueron tan abrumados por la iniquidad de los hombres que tuvieron que negarse a sí mismos todos los días, manteniendo la fe que Dios los libraría. Tampoco, nuestras concupiscencias nos llevan a pecar, las cuales operan por leyes de causa y efecto. En otras palabras, algo o alguien puede causarlas para que nos demanden con fuerza que sean gratificadas, pero no son en sí mismas buenas o malas. Nuestro carácter moral dependerá de lo que hagamos con ellas, si elegimos sucumbir, es decir, caer en tentación, o aplastarlas. ¡Gloria a Dios que nos ha dado la salida para que podamos soportar la tentación! Entonces, si pecamos, es porque decidimos hacerlo, y tenemos la obligación moral y la habilidad o capacidad de arrepentirnos, levantarnos e ir en pos de la santidad con la fe necesaria en Cristo de que es posible vivir sin pecado (1 Ti. 5:22).

 

 Retorno a Indice